Alocución tras la bendición de ramos y palmas en la Plaza de las Pasiegas, delante de la Catedral. Posteriormente, tuvo lugar la procesión con el pueblo cristiano por los alrededores del templo catedralicio, donde se celebró la Eucaristía.
Fecha: 29/03/2015
Querida Iglesia del Señor,
muy queridos hermanos y hermanas:
Abrimos nuestro corazón para acoger a Cristo. No estamos simplemente recordando algo que pasó hace dos mil años: la entrada de Jesús en Jerusalén. Recordamos, celebramos, un acontecimiento presente. Porque la salida de Dios, de su Cielo, para venir a la periferia que es nuestra humanidad, que somos cada uno de nosotros, esa salida de Dios sigue siendo real, hoy. Y cuando nosotros recordamos los acontecimientos y los misterios de la Semana Santa, estamos acogiendo a Cristo en nuestras vidas; dándole gracias a Dios porque Dios ha saltado la distancia infinita entre Él y nosotros. Él ha vencido esa distancia y se ha acercado a las oscuridades de nuestro corazón, a las miserias de nuestra historia, a esas partes de nosotros mismos que nosotros mismos muchas veces aborrecemos, odiamos, y no sabemos qué hacer con ellas.
Dios no tiene miedo de abrazarse a nosotros. Y lo que celebramos en esta Semana Santa, como todos los años, es exactamente. Y viene de una manera triunfal, precisamente porque viene movido por su amor. No viene como quien va triste, o que le llevan a hacer un sacrificio horroroso. ¡Claro que tendrá momentos en Getsemaní de soledad y de angustia ante la muerte! Pero también dice: “Nadie me quita la vida. Yo la doy porque quiero”. Y esa entrada solemne en Jerusalén es la entrada solemne a nuestras vidas, porque ¡Dios nos ama! Eso es lo que nosotros celebramos. Dios ama esta humanidad, que no lo merecemos. Ésa es nuestra fiesta de esta Semana. El verdadero significado, su significado profundo: que Dios puede amarme, a mí, pecador; a mí, pobre hombre; a mí, cuya vida es mínima en el marco de la historia humana o de la historia del universo. Que Dios haya podido amarme tanto como para entregar a su Hijo y que derrame su Sangre por mí.
Vivir así la Semana Santa, mis queridos hermanos, es un tesoro, es un gozo, es una alegría inmensa; es poder vivir con el corazón abierto a una gracia que necesitamos para recuperar una cierta normalidad, una cierta alegría en la vida, un cierto gusto por la vida, que tantas cosas en el mundo y en nuestra propia historia, y en nuestras familias, y en nuestros lugares de trabajo, o en nuestra falta de lugares de trabajo nos invitan a perder, a justificarnos diciendo “no hay motivos para la alegría, no hay motivos para la esperanza”.
¿Qué es lo que decimos esta mañana con nuestros ramos?: ¡Es mentira. Hay motivos para la esperanza. Dios nos ama! Y es ese amor lo que nosotros proclamamos, adoramos, en silencio, con cantos, con fiesta, juntándonos, dando gracias a Dios por tanto amor.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? ¿Qué bien es ése? Tú mismo Señor. Tu don, el don de tu Vida, el don de tu Amor.
Vamos a acompañar a Cristo que viene, pero no que viene simplemente, no como un recuerdo de un acontecimiento, de un hecho de hace dos mil años, sino que viene a nosotros, viene a nuestra Iglesia y viene a nuestras vidas, a nuestros corazones, a nuestros matrimonios y a nuestras familias. ¡Viene a nosotros!, para que nuestras vidas cambien y podamos vivir en la alegría y en la gratitud permanentes hasta la vida eterna, que Cristo nos ha abierto la mañana de Pascua. Vamos, pues, a entrar juntos como un pueblo feliz, que canta y que da gloria al Señor por ese amor que nadie merecemos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
29 de marzo de 2015
Plaza de las Pasiegas, frente a S. I
Catedral