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Buscando a Dios en el desierto

II Domingo de Adviento. Ciclo C

Fecha: 06/12/1970. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 613, 6-7



    El desierto fue siempre para Israel un lugar privilegiado del encuentro con Dios. Los profetas recordarán con frecuencia los cuarenta años de vida en el desierto como “los días de la juventud de Israel, el tiempo de los desposorios de Israel con su Dios”. Esto hizo que en diversas épocas surgieran hombres que intentaban revivir esa experiencia única que había estado al origen de la historia de Israel. Ya en tiempos de la monarquía, el clan de los rekabitas  llevaba en el desierto una vida nómada “sin beber vino ni hacer sementeras en una tierra en la que se es como extranjero”.
   
    También en los alrededores de la era cristiana vivía en el desierto de Juda  -el pequeño y áspero desierto que separa a Jerusalén del Mar Muerto -una secta judía: la de los esenios. Hasta el año 1947 sabíamos de su existencia al noroeste del Mar Muerto sólo indirectamente, por las indicaciones de historiadores antiguos como Flavio Josefo, Filón o Plinio. Pero a partir de esa fecha, los hallazgos de los famosos “manuscritos del Mar Muerto”, que representan parte de lo que probablemente fue su “biblioteca”, y las excavaciones realizadas en Qumran, en las ruinas de lo que debió ser el “monasterio” o centro religioso de la secta, han permitido un conocimiento mucho más directo de su organización, de sus costumbres y de su ideal.

    Posiblemente, el origen de la secta se remonta a una parte de los llamados “asideos” o israelitas piadosos, que huyeron al desierto bajo la presión de la persecución helenista. Su organización como comunidad se la deben al “Maestro de Justicia”, un personaje anónimo, de casta sacerdotal del que hablan los manuscritos. Entre éstos, se ha encontrado una “Regla de la Comunidad”, muy semejante a unas constituciones. La secta debió ser, al menos en algún momento, bastante numerosa, pues en el cementerio encontrado junto a Qumran se han podido constar unas 1.200 tumbas. Entre los miembros, los había sacerdotes y laicos, “los hijos de Aarón y los hijos de Israel”.

    La característica fundamental de la secta es la vida comunitaria, mesa común y bolsa común; en cuanto al celibato, lo tenían en gran estima y, en general, lo practicaban, si bien Flavio Josefo, habla de un grupo esenio que llevaba vida matrimonial: es fácil que hubiese diversos grados de incorporación a la secta, algo así como “terciarios” o simpatizantes que no estaban sometidos a todas las reglas, y en particular, a la vida en común.

    Su jornada, minuciosamente regulada por multitud de prescripciones legales y ritos de purificación, se repartía entre el trabajo manual, los ejercicios, piadosos y el estudio de la Ley. Las excavaciones han sacado a luz varias instalaciones agrícolas y artesanas, tanto en el monasterio como en el oasis vecino de Ain Feshja. Igualmente su “scriptorium” donde se copiaban los manuscritos que formaban la biblioteca. El monasterio fue destruido en la primera guerra judía (68 d. de J.C.) por una legión romana, y los esenios, en su huida, escondieron en las grutas vecinas los manuscritos que ahora han aparecido.

    Se ha dicho que Juan Bautista, “predicando en la comarca del Jordán” (no lejos, por tanto, del lugar donde habitaban los esenios), pudiera ser un esenio. En todo caso, sin duda él, lo mismo que Jesús, conocieron este movimiento espiritual que, por su alto ideal moral y religioso, merece un lugar entre los factores que sirvieron para fertilizar la tierra en la que habrá de germinar el cristianismo.


F. Javier Martínez

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