Fecha: 07/06/2015. Publicado en: Libro "Tortura y Eucaristía. Teología, Política y el Cuerpo de Cristo", de William T. Cavanaugh, que publicará próximamente la Editorial Nuevo Inicio, Granada.
Como en todas las obras que se publican en la colección Areópagos, y en realidad en todas las
obras de la editorial NUEVO INICIO,
de lo que se trata es de abrir la mente y el pensamiento a nuevos horizontes. O
más bien, a los horizontes grandes y abiertos de la tradición cristiana, tan
olvidados, tan empolvados, tan desconocidos, incluso, y a veces sobre todo, por
quienes con buena voluntad creen defenderla.
Es urgente retornar a esos horizontes nuevos, o más bien, recuperar
esos horizontes grandes y frescos de la
gran tradición cristiana. Lo que está en juego en esa tarea no es un punto
particularmente abstruso y marginal en el conjunto de la experiencia cristiana.
Es el significado mismo y la relevancia humana del cristianismo. Eso es lo que
está en juego en una articulación adecuada la relación entre lo cristiano y lo
humano, entre la teología y la filosofía y las ciencias humanas, o las ciencias
sin más, entre la fe y la razón, entre la gracia y la libertad, entre el ágape
y el eros. Si se quiere, entre lo sobrenatural y lo natural, tras el
imprescindible trabajo de liberar a
esos dos conceptos de su abstracción y de su encapsulamiento específicamente modernos. Entre lo divino y lo humano, y
a través de lo humano, entre lo divino y lo creado, tal como esa relación ha
sido revelada en Cristo: sin mezcla, sin confusión, sin división, sin
separación (Concilio de Calcedonia).
Pero la “división” y la “separación” están tan incrustadas
en nuestro pensamiento, y hasta en nuestra categorización misma de la realidad
—de toda la vida humana y de todo en la vida humana, y también de las realidades cristianas—, que apenas nos
damos cuenta del daño que nos hace, y de la esterilización que produce a la
larga en la vida de la Iglesia, y de cómo en realidad aleja a Cristo y a la
Iglesia de todo verdadero interés humano. Mucho menos aún nos damos cuenta de
que es eso, mucho más que los ataques a la Iglesia desde fuera, el factor más
decisivo de la secularización, puesto que esa categorización hace imposible en la práctica la confesión
sincera del himno de Colosenses 1, 12-20 que la Iglesia canta los miércoles en
las Vísperas, y en el que se dice: “Todo ha sido creado por él y para él (…) y
todo tiene en él su consistencia”. Esa verdad es la que recogía en parte el
Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes,
22), cuando recordaba que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el
misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que
había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la
misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”.
Desde luego, ni esta obra ni ninguna otra de las publicadas
en Nuevo Inicio son el Catecismo. Ni
pretenden serlo. Ni siquiera pretenden que todas y cada una de sus afirmaciones
teológicas resistan un análisis riguroso. Cuando se desbrozan caminos —y hoy es
imprescindible desbrozarlos, si queremos salir del marasmo de la
neo-escolástica, y no para acomodarnos al mundo (eso no requiere ninguna
esfuerzo, el mundo y su lenguaje ya están
ahí, y ya nos han domesticado en buena parte), sino para recuperar hoy la novedad radical de la tradición—,
a veces hay que buscar tanteando el lenguaje adecuado, aproximarse a él, sin
tener la garantía plena de haberlo encontrado. Eso era evidente en los Padres
de la Iglesia del período pre-niceno, cuando el cristianismo tenía que buscar
la manera de expresarse a sí mismo en el contexto de la cultura helenística, de
sus categorías y sus dilemas, y siguió sucediendo aún después, durante siglos.
No hay que asustarse de que vuelva a suceder ahora, en el contexto de la
relación “cristianismo/modernidad”. Si
yo mismo me he tomado el trabajo de traducir esta obra, en dos semanas de
Pascua de hace cinco o seis años, y en algunos viajes de avión y de tren, es
porque la considero útil —muy útil, de hecho— para eso, para abrir nuestra
mente. Inicié la traducción en el año sacerdotal, y quería ofrecérsela como una
ofrenda a mis sacerdotes y seminaristas de la diócesis de Granada. No llegué a
tiempo. La seguí por entonces, hasta que quedaron sólo unas treinta páginas por
traducir, y luego me detuve. La he completado en este último mes, porque sigo
creyendo que su publicación en español puede ayudarnos a todos a considerar
aspectos de la experiencia y de la fe cristianas que no solemos tener en cuenta
(lo que deja al descubierto con frecuencia el carácter ideológico de una buena
parte de nuestro discurso). Creo que Tortura
y Eucaristía puede ayudarnos a abrir una discusión más allá del caos y la
perversión en que se halla, por lo general, nuestro razonar y nuestro hablar
sobre “teología” y “política” (como sobre todo lo que implique poner en
relación lo cristiano con el ser del hombre o con el mundo creado).
Permítaseme insistir. Un poco como en los tiempos anteriores
al Concilio de Nicea, o en general en el marco de la controversia arriana, la
Iglesia necesita encontrar de nuevo un lenguaje propio —su lenguaje— para decir con verdad a Cristo y para decirse con
verdad a sí misma al mundo de hoy. Hasta para decir con verdad al mundo la
realidad misma del mundo, pero para decirla desde Cristo. La lógica de ese
lenguaje no puede ser, como viene sucediendo de manera crónica desde los viejos
tiempos de la teología liberal, la de la acomodación al mundo y a las categorías
del mundo. Ni puede hallarse tampoco en la estéril dialéctica que se produce
entre las formas más radicales de esa acomodación (el modernismo, el
neo-modernismo, la ideologización pura y dura de la fe al servicio de la
cultura dominante, marxista o liberal, en un momento o en un lugar
determinados), y las formas neo-escolásticas más sutiles, sólo aparentemente
conservadoras y ortodoxas, pero igualmente entregadas al abrazo del oso de la
modernidad rampante. Estas dos formas conducen ambas, sólo que a velocidad
diferente, al nihilismo, con o sin resentimiento contra un cristianismo que se
ha vuelto ya irrelevante para la vida. Es del todo necesario ir más allá de esa
dialéctica. A mi juicio, dar ese paso es una cuestión de vida o muerte para la
Iglesia en nuestras latitudes. Pero la preocupación no es sólo que el
cristianismo sobreviva a la hecatombe, sino que la humanidad misma del hombre
pueda también sobrevivir (por sorprendente que pueda parecerles a muchos, ambas
“supervivencias” están indisolublemente unidas). Que los esfuerzos que estamos
haciendo en este trabajo editorial logren abrir ese camino imprescindible, eso
lo dirá el Señor y lo dirá la Iglesia con el tiempo. Pero los riesgos que hay
en ello para una expresión suficientemente precisa de todos los aspectos de la
fe no son motivo para no intentarlo. Hay muchos más riesgos para la verdad y la
integridad de la fe en no intentarlo y en seguir donde estamos.
Aunque sólo fuera porque esta obra nos da a conocer con más
detalle, en ámbitos de lengua española, algo de la historia de unas Iglesias
hermanas poco conocida para muchos, eso ya sería una preciosa utilidad. Pero,
naturalmente, la utilidad no termina ahí. Sin pretender convertir el Chile de
Pinochet en una alegoría de nuestra sociedad española, hay analogías. Y muchas.
Toda la segunda parte del libro, La
eclesiología de una Iglesia en vías de desaparición, merece una atención
esmerada, y una discusión abierta y franca, si el Señor nos da la libertad y el
valor para hacerla, y para sacar las consecuencias, en todos los ámbitos de la
vida.
De paso, otra utilidad de la lectura de esta obra pudiera ser el ayudar a comprender mejor el trasfondo y las claves profundas del magisterio y de algunas actitudes del Papa Francisco. Por no poner más que un ejemplo, aquella frase suya, que tanto chocó en algunos círculos de católicos españoles: “el Papa no es de derechas...”. Quienquiera que lea este libro entenderá mejor por qué. Por supuesto que el Papa no es de derechas. No puede serlo. Ni tampoco la Iglesia. Pero no se crea, la alternativa a eso no está en ser de izquierdas.
La Iglesia es de Cristo. De Cristo resucitado y vivo, que hoy irrumpe en nuestra historia sacramentalmente, y de manera particular eucarísticamente, en su cuerpo sacramental y en su cuerpo histórico (en nuestra vida y en nuestra comunión, hecha posible y sostenida por el don de Cristo en la Eucaristía). En la medida en que la Iglesia se recibe de Cristo y se sabe de Cristo y se presenta al mundo como propiedad de Cristo, es una humanidad nueva, y genera —también hoy— una humanidad nueva, la humanidad verdadera. Ese ser de Cristo es la clave de su libertad con respecto al mundo y de su fecundidad sin límite. Y es a esa clave, y a la vida que brota de ella, y que no dejará jamás de brotar en la historia mientras el mundo sea mundo, adonde la Iglesia ha de volverse a mirar —una y otra vez—, si es que queremos poder mirar al futuro con los ojos abiertos. Si es que queremos que haya un futuro. Un futuro humano. Que vuelva a haber un futuro humano. Y no me refiero al futuro de la Iglesia, que siempre lo tiene en el Reino, sino al futuro humano del mundo.[1]
Granada, 7 de junio del 2015, Solemnidad del Corpus Christi.
+ Javier
Martínez
Arzobispo de
Granada.
[1]
Doy las gracias a Bill Cavanaugh por esta obra y por las demás que ha escrito,
y que tantas perspectivas nos abren fuera del marasmo ideológico en que estamos
enfangados. Le doy también las gracias por haber puesto a mi disposición los
textos originales en español que estaban grabados o que él tenía en su versión
original, y que no hubiera sido adecuado tener que traducir del inglés para
esta edición de su obra en lengua española.