Homilía de Mons. Javier Martínez en la S.I Catedral, en el XVI Domingo del Tiempo Ordinario.
Fecha: 19/07/2015
Muy querida Iglesia del Señor,
Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Nuestro Señor Jesucristo,
queridos sacerdotes concelebrantes,
queridos amigos:
Podíamos partir para la lectura de hoy la frase final del Evangelio como una reflexión -justo no sé si ya a las puertas del verano, o para muchos de vosotros quizás ya en medio de las vacaciones-: tuvo lástima de ellos, tuvo compasión de ellos, porque estaban como ovejas sin pastor. Yo creo que es una descripción bastante adecuada de los hombres de nuestro tiempo, de nosotros, los hijos de nuestra época. Sobre tantas cosas tenemos muchos conocimientos, pero sobre lo que importa: el sentido y el significado de nuestra vida, el valor de la vida misma, el para qué de la vida misma, el bien y el mal…, estamos llenos de perplejidades y de confusión. En parte porque hemos visto a la mentira apoderarse del mundo en tantas ocasiones en la historia reciente como que se nos siembra en el alma y en el corazón.
La soledad es uno de los rasgos del hombre de nuestro tiempo. Que a pesar de que tenemos tantos medios de comunicación, sin embargo vivimos mucho más limitados por nuestra propia piel y con el sentimiento muchas veces de estar como arrojados en la existencia sin tener una razón para afrontar las fatigas, las dificultades de la vida, las luchas que la vida lleva consigo, sin tener un sentido al final que justifique el “trabajo” de vivir.
En ese sentido, hay una diferencia quizá entre los hombres de nuestro tiempo y los hombres del tiempo de Jesús (ellos habían oído hablar de Jesús y corrieron –dice- en todas las aldeas en busca suya). El hombre de nuestro tiempo no piensa en muchas ocasiones que Dios es lo que nos falta, que Jesucristo pueda ser la respuesta a las inquietudes y a las ansiedades y a las soledades de nuestro corazón. Pero eso es una diferencia superficial porque en el fondo de nuestro corazón hay un hambre, hay una sed de plenitud, de vida, de fraternidad, de afecto mutuo y de respeto mutuo que quisiéramos poder vivir y poder reconocer como el ámbito en el que nuestras vidas crecen y se desarrollan. Y lo echamos de menos y nos hemos creído muchas veces que podíamos construir nosotros esa sociedad fraterna o esa sociedad que respondiese a las exigencias profundas del corazón. Y una y otra vez no hemos podido. Y una y otra vez cuando lo hemos intentado, lo hemos intentado a base de destruir la libertad humana, o de destruir vidas humanas, o de hacer limpiezas étnicas o de otro tipo, que al final generaban más destrucción y más cinismo en el corazón de los hombres que aquello a lo que respondían.
Tal vez en el Evangelio de hoy podemos descubrir una invitación de Jesús: ‘Venid a estar conmigo, vamos a un lugar apartado’. ¿Me dejáis aplicar esa invitación a nuestro tiempo de descanso, a nuestro tiempo de vacaciones, que no sea simplemente un cambio de las actividades frenéticas del tiempo del trabajo, del tiempo del curso, por otras actividades igualmente frenéticas, que pueda ser un lugar de descanso del corazón? ¿Y dónde está ese descanso? En Jesucristo. Y ahí el Salmo de las lecturas de hoy es una oración que podemos hacer nuestra, cada uno de nosotros, sea cual sea nuestra historia, sean cuales sean nuestras circunstancias, sea cual sea el estado de ánimo o la situación en la vida en la que nos encontremos: ‘El Señor es mi pastor, nada me falta. Me conduce hacia fuentes tranquilas, repara mis fuerzas’. El Señor cuida de nosotros. El Señor es el lugar donde podemos encontrar las fuentes de agua viva que regeneran sencillamente de la muerte misma del pecado nuestro propio corazón y lo hace reverdecer de nuevo. El Señor es el punto de sosiego verdadero porque Él es quien puede satisfacer los anhelos más profundos de nuestra vida. Por lo tanto, el ir a Él y si tenemos un descanso, buscad momentos de silencio; buscad momentos de oración, en la misma playa, en un paisaje bonito en la montaña, en un rato con la familia, o con vuestras mujeres, o con vuestros maridos, o con vuestros hijos; darLe gracias a Dios por la belleza del universo; pedirLe al Señor que nos ayude a aprender a vivir juntos mejor, a aprender a querernos mejor. Simplemente, tomar conciencia de que el Señor está con nosotros, de que no estamos nunca solos, porque el Señor es nuestro pastor. Y teniéndoLo a Él no nos falta nada, nunca nos falta nada. Es verdad que en la vida hay cañadas oscuras, como dice el Salmo también, y momentos de dificultad, pero ‘aunque marche por cañadas oscuras, nada temo porque Tú vas conmigo. Tu vara y tu cayado me sosiegan’.
Es la certeza de que vivimos, y esa certeza nos es posible a nosotros los cristianos, nos es ofrecida. El Señor va con nosotros en nuestra barca, decíamos el otro día. El Señor va con nosotros en el camino de la vida. Él es nuestro pastor. Buscamos a veces la salvación en pastores de este mundo y ninguno de ellos…, todos son hombres como nosotros, todos son frágiles como nosotros. Sólo el Señor satisface. “Yo vendré –decía la primera Lectura- y cuidaré de mis ovejas personalmente”. Él es realmente el que cumple la promesa que tenemos en nuestro corazón desde que nos abrimos a la vida: la promesa de una felicidad, de un amor, que no se canse, que no se fatigue, que no lo destruya el paso del tiempo, que no lo agote; la promesa de un amor siempre más bello, siempre más verdadero, siempre con un horizonte de una grandeza y de una belleza y de una verdad mayores. Ésa es la vida de Dios, de la que el Señor nos ha querido hacer partícipes mediante su muerte y mediante los Sacramentos de la Iglesia.
El tiempo de descanso puede ser una ocasión para recuperar la conciencia de esa vida de Dios que está en nosotros; de esa vida de hijos de Dios que el Señor nos ha concedido y nos regala, y nos regala en cada Eucaristía cuando nos regala su cuerpo.
Simplemente, eso. Le pedimos al Señor que tengamos conciencia –Él nos cuida siempre- de que Él nos cuida; que podamos darnos cuenta de que Él está con nosotros; que podamos percibir los signos de su ternura, –como decía Dante en una frase preciosa- “de Su inefable cortesía”, de su Misericordia, de su Gracia, de su amor por nosotros.
Es lo que Le pedíamos también en la oración de la Misa: “Señor, multiplica sobre nosotros los signos de tu gracia”. Multiplica sobre tu pueblo, sobre esta familia tuya, sobre todos nosotros los signos de tu gracia, para que podamos reconocerTe, para que podamos –viviendo de la Vida que Tú nos das- no sólo cumplir tu Ley, sino vivir contentos y en acción de gracias, hoy y todos los días de nuestra vida.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
XVI Domingo del Tiempo Ordinario
19 de julio de 2015
S.I Catedral