Homilía en la Santa Misa Crismal, celebrada el 2 de abril de 2015, en la S.I Catedral, en el Jueves Santo.
Fecha: 02/04/2015
Queridísima
Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo;
muy, muy queridos sacerdotes concelebrantes;
queridos amigos todos:
Para hacernos más conscientes de lo
que esta celebración significa podríamos partir de cualquiera de nuestras
experiencias humanas, de la experiencia que cada uno hacemos de nuestra propia
humanidad a lo largo de la vida, el drama que significa vivir para nosotros.
Tanto por la distancia inmensa, por
el carácter inalcanzable de aquello que nuestro corazón anhela y desea -puesto
que estamos hechos para desear y anhelar la vida eterna, la felicidad eterna, un
amor eterno sin límites y sin condiciones, y eso no está en nuestras manos el
alcanzarlo (no lo estaría aunque no hubiera habido pecado)-; y luego está la realidad
del pecado, que nos hiere de tantas maneras a lo largo de nuestra vida. Y ésa
es una buena manera de aproximarnos al Misterio Pascual. Es decir, comprender
que lo que celebramos estos días no es meramente el recuerdo de un
acontecimiento, y desde luego no de un acontecimiento que termina en la muerte
de Jesús, sino que todo lo que celebramos estos días tiene significado porque está
bañado y traspasado en la luz de la mañana de Pascua, en el triunfo del Señor
sobre el pecado y sobre la muerte.
Partiendo de ahí, el trabajo, o
parte del trabajo, que podemos hacer estos días es justamente el de caer en la
cuenta de cómo aquel acontecimiento permanece en la historia, llega hasta
nosotros. Llega hasta nosotros en la comunión de la Iglesia, en la realidad de
este pueblo que nace del costado abierto de Cristo, y que no tiene otra misión
que prolongar la misma misión de Jesús en la historia. Todo el pueblo
cristiano, ese pueblo sacerdotal. ¿Qué significa sacerdotal cuando se refiere
al pueblo cristiano, cuando se refiere a nuestra condición de cristianos? Sencillamente,
que somos hijos de Dios, que por el Bautismo participamos de la vida divina;
que, por lo tanto, no oramos a Dios postrados como criaturas que veneran a un
ser supremo que no tendría nada más que una relación de poder sobre nosotros,
sino que nos dirigimos a Dios de pie, oramos como hijos que se dirigen a su padre,
con la misma confianza del Hijo de Dios, porque la vida del Hijo de Dios está
en nosotros, por el Bautismo, por los Sacramentos de la Iglesia, por la
Eucaristía. Y por lo tanto, Dios no es nadie que esté fuera del universo, lejos
de nuestro alcance. No. Está en nuestra carne y en nuestra vida; o más bien,
nosotros estamos, y desde la Encarnación lo podemos decir, en la carne y en la
vida de Dios.
Pero celebrar el Misterio Pascual,
celebrar el Triduo Pascual es, ciertamente, celebrar aquel acontecimiento que
ha sucedido una vez en la historia y nunca más volverá a suceder porque en ese
acontecimiento Dios se ha vaciado de Sí y se ha dado a nosotros por entero; se
ha revelado de una manera que ya no cabe más, que no es posible una revelación ulterior
porque Dios se ha revelado entero en el silencio de la cruz de Cristo y en la
muerte del Verbo, de Aquél que es la Palabra de Dios y que nunca nos ha hablado
de una manera tan directa, tan pura, tan absoluta, tan definitiva como nos ha
hablado desde el Gólgota.
Otro punto de partida podría ser justamente
la consideración de lo que celebramos, la consideración de los misterios que
vemos estos días, pero siempre es imprescindible que la luz que brota de esos
misterios llegue a nuestra existencia, y nos demos cuenta de nuevo que esa luz
que el Hijo de Dios ha sembrado en la Tierra, ha inaugurado en la Tierra -el
grano de trigo que ha muerto y que ha sido hecho fecundo con una espiga que no
terminará de producir fruto hasta el fin de la historia- afecta nuestras vidas,
cambia nuestra existencia, cambia nuestra mirada, cambia nuestro corazón de
piedra en un corazón de carne; pero cambia nuestra manera de estar en el mundo.
La Iglesia entera tiene como misión poder ser la Buena Noticia que Jesús
proclamó en la sinagoga de Nazaret. Todos nosotros en cuanto miembros de la
Iglesia, en cuanto miembros de ese Pueblo santo podemos decir ‘hoy se cumple
esta escritura que acabáis de oír’. La Iglesia es una buena noticia en medio
del mundo. De un mundo que sin Cristo está abocado a lo que los hombres somos
capaces por nuestras fuerzas y somos poco más, a veces somos capaces por
nuestras fuerzas. A veces somos capaces de gran heroísmo: sí, sin duda, pero
somos mucho más tendentes a la violencia, a las luchas de poder, a los juegos
de intereses, a todas esas cosas que forman parte del espíritu del mundo. Y
Cristo ha inaugurado una humanidad nueva. Una humanidad nueva construida sobre
el amor, la gratuidad. La gratuidad es siempre como el sello, aquello que es
gratuito: aquello que no está en función de un interés que yo tengo, o que
tenemos también nosotros los cristianos o los grupos cristianos como grupo,
como corporación, sino el interés único es la vida de los hombres; el interés
único de la Iglesia es, como el de Cristo, dar la vida para que los hombres
vivan y seguir sembrando en el mundo el sacrificio de Cristo al que le falta
nada por parte del Señor pero al que le falta todo por parte de nuestro propio
don, de nuestra propia ofrenda, de nuestro propio sacrificio.
En la Iglesia Cristo vive. Vive en
la comunión de la Iglesia. Por eso, la comunión es tan esencial, la de todos, y
de la manera que Dios ha constituido a su Iglesia. A lo mejor a nosotros se nos
hubiera hacerlo de otra forma, pero el Señor lo ha hecho de la manera que ha
querido a través de la sucesión apostólica, a través de una humanidad frágil, a
través del Ministerio Sacerdotal.
Señor, en ese mundo sacramental, que
es el mundo de la Iglesia (y mundo sacramental significa el mundo en el que Tú
estás misteriosamente presente a través de gestos humanos, gestos humanos es la
palabra del sacerdote, gestos humanos es el alimento de la Eucaristía, gesto humano
es el gesto del Bautismo o del Perdón de los pecados), en esos gestos Tú has
querido hacerte presente. Y en esos gestos, todo el misterio de lo que
celebramos estos días, es decir, todo el amor de Dios que se siembra en la
Tierra, nos es dado a nosotros, y nos es dado a nosotros participar en él en cuanto
que cristianos, en cuanto que hijos de Dios, la dignidad más grande, no hay
nada más grande que ello.
Y luego, de ese pueblo, el Señor, al
celebrar la sacramentalidad de la Iglesia, es decir, al celebrar la
contemporaneidad de la muerte y la Resurrección de Cristo para nuestra
generación, para nuestro mundo, para este mundo de la segunda década del siglo
XXI, al celebrar eso no podemos dejar de celebrar al mismo tiempo el don que
significa el sacerdocio, que no es como el sacerdocio levítico, una especie de
intermediación imprescindible; no, es un sacramento personal. Es el Señor, que
escoge a unos seres humanos, de nuestro pueblo, de nuestras familias. Yo,
cuando algunas veces las madres me dicen ‘¡que necesitamos sacerdotes!’, digo: ‘Yo
los ordeno, pero yo no los hago. Sois vosotras las que los hacéis mucho más’. Es
en las familias cristianas, es en las comunidades cristianas donde el amor a
una vocación sacerdotal puede surgir, donde el deseo de una vocación sacerdotal
puede surgir.
Y claro que el sacerdocio es un don
precioso para la Iglesia y para el mundo; claro que en el sacerdote se tiene
que hacer carne, por así decir, de una manera explícita, convertida en regla de
vida, en modo de vida, todo eso que acabamos de escuchar en el Evangelio y que
había anunciado el profeta: ser una Buena Noticia para todos los que se acercan
a nosotros, abrir los ojos de los ciegos, curar a los enfermos de ausencia de
Dios, de desesperanza, de las heridas múltiples y terribles que a veces tiene
la vida. Esa es nuestra misión, proclamar, y proclamar con nuestras vidas y con
nuestro ser el año inacabable de gracia del Señor; el tiempo de gracia que
empieza en la mañana de Pascua y terminará el último día de la historia, cuando
el Señor someta todo a su Hijo, y el Hijo someta todo al Padre, y Dios sea todo
en todas las cosas. Hasta ese momento, nuestra misión es proclamar la buena
noticia, ser buena noticia.
Qué don tan grande nuestro sacerdocio.
Yo os invito -y lo hacéis, y esta mañana lo hacemos todos juntos-, a que demos
gracias juntos por el regalo, que es en primer lugar para cada uno de nosotros,
pero en segundo lugar para la Iglesia y para el mundo el don del sacerdocio.
Que repito, todos somos hijos de Dios, todos somos parte de este Pueblo santo
de Dios, y sin embargo el Señor nos concede el privilegio de gastar nuestras
vidas por la vida de este Pueblo, de servir como Él sirve. Él decía: ‘¿Quién es
más, el que está en la mesa o el que sirve? Yo estoy en medio de vosotros como
el que sirve’, como muchos de vosotros haréis esta tarde lavando los pies a un
grupo de cristianos; Dios mío, eso es un signo y un símbolo de nuestra vida.
Oficio de esclavos. Sí, oficio de esclavos, pero es que no hay mayor don que el
poder gastar la vida cuidando a la más bella de las familias: la familia de los
hijos de Dios, la familia de Dios en este mundo, y servirla, servirla con
nuestra vida, y con nuestra sangre, con todo lo que somos, con todas nuestras
energías, también con nuestra pobreza, con nuestros límites, con nuestra forma
de ser o los límites de nuestros pecados. Pero toda nuestra vida que pertenezca
a la Iglesia, que podamos decir sencillamente, si es que no hay nada, no hay un
modo más bello de vivir que gastar la vida y entregarla como un padre de
familia la entrega por la vida de su familia, pues poder gastar nuestra vida por
la vida de esta realidad, la más bella que existe sobre la Tierra, que haya
existido jamás sobre la Tierra, que es la Iglesia de Dios, el Pueblo santo de
Dios.
Cómo no dar gracias por haber sido
elegidos, sin ningún mérito de nuestra parte, para un don tan grande. Cómo no
dar gracias todos por ese don al que está vinculada nuestra pertenencia a la
Iglesia, nuestro conocimiento de la Palabra de Dios, nuestra participación en
la Eucaristía y en el Perdón de los pecados. Cómo no dar gracias por ese don precioso
que es el sacerdocio. Cómo no suplicar que los sacerdotes seamos no demasiado
indignos de la preciosa vocación que hemos recibido, y que podamos vivir
nuestras vidas como un testimonio de santidad al servicio vuestro. Y cómo no
pedirle al Señor que multiplique entre nosotros las vocaciones y los sacerdotes
santos; que puedan ser un signo justamente de algo que es imprescindible en
este mundo, que es posible una humanidad distinta, que es posible una humanidad
no como la que vemos todos los días en las noticias, sino una humanidad
diferente, con otra regla distinta, con otras categorías distintas, con otra lógica
distinta. Repito, no es la lógica del poder, no es la lógica del interés. Es la
lógica del amor. Es la lógica de la misericordia. Y ésa es la medicina que el
mundo necesita. Y ésa es la medicina de la que es portadora la Iglesia. Y para
que la Iglesia sea la Iglesia de Jesucristo necesitamos esa presencia viva en
medio de nuestro pueblo y en medio del mundo que es la presencia viva del
sacerdocio nacido del costado abierto de Cristo, nacido de la Última Cena la
tarde del Jueves Santo.
Mis queridos hermanos sacerdotes,
vamos a renovar con gozo nuestras promesas sacerdotales. Vamos a pedirLe al
Señor que nos conceda la gracia de vivir nuestro sacerdocio de una manera
desbordante de alegría y de amor al pueblo cristiano, al que el Señor nos da la
posibilidad de servir, y al que ojalá podamos amar apasionadamente, cuya vida es
un gozo poder amar apasionadamente, y luego todos nos unimos a la súplica de
pedir por nuestros sacerdotes y por las vocaciones, para que el Señor las
multiplique en medio de nuestro Pueblo. Os quedáis todos sentados, menos los sacerdotes,
los presbíteros, que os ponéis de pie.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de
Granada
2 de abril
de 2015
Santa Misa Crismal
S.I. Catedral