Homilía en el XXIII Domingo del Tiempo Ordinario, en la S.I Catedral.
Fecha: 06/09/2015
Queridísima Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios:
Qué
gusto me da volver a decir eso después de la pausa del verano, que no lo había
vuelto a decir.
Saludo
de una manera especial al grupo de matrimonios del colegio de La Salle de
Córdoba, que estáis aquí con vuestros hijos, que me da una alegría especial
volver a tener este rato de compartir con vosotros. Y saludo de nuevo al coro, que
no nos habíamos visto desde antes del verano y que volvemos a estar juntos celebrando
la Eucaristía. Celebrando la Eucaristía, es decir, acogiendo en nuestras vidas
el don de vida que el Señor nos da: su propia vida divina.
Retomo
pensamientos que me habéis oído mil veces: Donde está el Señor, donde está Dios
cerca hay vida, florece nuestra humanidad. Florece en el sentido no de que nos
hace súper hombres o trascender nuestra condición humana en un sentido de
nuestras capacidades, sino nos hace vivir en plenitud lo que somos: criaturas,
criaturas hechas para participar del amor infinito de Dios. Pero nos permite
vivir nuestra condición de criaturas con gozo, con gratitud; nos permite vivir
con alegría; nos permite querernos bien, aprender a querernos bien, y nos
permite vivir contentos en cualquier circunstancia de la vida, contentos porque
la experiencia del amor infinito de Dios baña toda nuestra experiencia humana,
la transfigura, la levanta, convierte los yermos y los páramos en vergeles,
como decía el profeta Isaías.
Nuestra
vida sin Dios se desertiza, se llena de violencia, una violencia, muchas veces,
contra nosotros mismos. ¿No habéis visto, no habéis experimentado, a lo mejor en
vosotros mismos? Yo lo he experimentado alguna vez en mí mismo, como que uno pareciera
que está enfadado con el mundo o con la realidad. Y eso siempre es un signo de
que uno le ha dado la espalda al Señor. La presencia de Dios nos esponja el
corazón, nos permite reposar en nuestra condición humana, con todo lo que nuestra
condición humana lleva consigo; nos permite vivir en ella agradecidos con una
alegría profunda que no es incompatible con sufrimientos o con muchos sufrimientos,
pero con una alegría profunda que uno se da cuenta que no nace de uno mismo
porque si naciera de nosotros, seríamos capaces de fabricarla (y la
fabricaríamos constantemente, la venderíamos en farmacias seguro a un precio
carísimo). Somos conscientes. No es nuestro, pero donde está el Señor nuestro propio
corazón se regenera y nuestra vida humana florece. Florece como fruto de algo
para lo que estamos hechos; florece como fruto de un amor que nos es dado, del
que nos es dado participar y que empieza a crecer en nosotros, y empieza a
crecer de una manera que nosotros solos no sabemos hacerle crecer.
Un
rasgo que subraya la segunda lectura, la de San Pablo, cuando dice: ¿Pero qué
es eso de que vengáis a la Eucaristía y viene una persona elegante y de clase
social alta, y entonces todo son parabienes, y viene un pobre miserable y lo
tenéis ahí en una esquina? Eso no es la Eucaristía. Eso no es la vida
cristiana. ¿Y qué quiere decir eso? Que el amor que Dios siembra en nosotros es
un amor que tendencialmente, como el de Dios porque es participación del amor
de Dios, nunca le pone límites a ese amor. Los tenemos. Todos los tenemos porque
somos humanos. Y entonces, hay personas a las que no nos cuesta nada querer y
hay personas a las que nos cuesta muchísimo querer. O hay personas a las que
hemos querido en un momento determinado o hemos querido en un tiempo en nuestra
vida y ha sucedido algo, y a partir de ese momento nos resulta
extraordinariamente difícil querer. Pero cuando el amor no es simplemente sentimental
o no tiene la fuente y su ser en nuestras capacidades, sino que es
conscientemente por la experiencia de los frutos que produce en nosotros la
acogida del amor divino y participación en el amor que nos es dado, en el amor
de Dios, entonces, tendencialmente -luego somos limitados-, pero
tendencialmente es un amor que no quiere…, porque un amor que se pone fronteras
a sí mismo automáticamente deja de ser amor, empieza a ser algo posesivo. Nos sucede
-y está descrito preciosamente en “El Señor de los Anillos”, en la figura de
“Gollum”-, es decir, cuando uno piensa que hasta lo más valioso, el tesoro más
grande, lo más querido en este mundo es “mi tesoro”. Gollum había sido un
hombre y había encontrado en su vida un tesoro precioso, pero por hacer “mío”,
su persona empieza a deteriorarse. Esa experiencia la tenemos como seres
humanos, hasta la cosa más preciosa, tu esposo, tu esposa, tus hijos, tu
trabajo, tu éxito profesional. Es decir, en el momento en que uno empieza a
decir eso es “mi tesoro” deja de reconocerlo como una gracia que es para
comunicar. Decían los escolásticos de verdad, los pensadores cristianos
medievales: ‘El bien (y bien y amor son
casi sinónimos) es siempre difusivo de sí mismo’. En el momento en el que
uno le quiere poner barreras, esto tan bonito que no se me acabe, lo destroza;
esto tan bonito que pueda yo quedarme con ello, que pueda convertirlo en mío,
en posesión mía, de la misma manera que poseo un reloj, que poseo un Ipad, o
poseo alguna cosa de las que amo, una joya, aunque fuera la joya más preciosa,
en el momento en que quiero hacerlo, estoy dejando de amarlo, reduzco el bien,
sobre todo si es una persona. Y el amor se dirige sobre todo a personas si es
verdadero. Cuando reduzco a la persona, la convierto en un objeto de mi posesión
y yo me empequeñezco, yo me reduzco, me empobrezco, me sucede un proceso
espiritual y hasta físicamente semejante al de “Gollum”.
No
somos capaces de amar al mundo entero, evidente. Por eso el Señor no nos pidió
que amáramos al mundo entero. Nos pidió que amáramos a los prójimos, pero que
cuando ese amor es de Dios, ese amor tiende a comunicarse, tiende a extenderse,
tiende a abrirse a más personas, tiende a invitar a participar de la fiesta de
la que nosotros somos parte, que el Señor ha hecho para nosotros.
Y
mi último pensamiento: esa fiesta es la Eucaristía. La Eucaristía es siempre un
anticipo de la vida del Cielo. La Eucaristía es siempre el amor de Dios hecho
en los signos de la liturgia y, por lo tanto, en signos físicos, carnales, materiales,
don para nuestras vidas. Ese don, el Señor se une a nosotros en cada Eucaristía
con una unión que ni es la de los padres y los hijos ni es la de los esposos:
es incomparablemente más grande que ninguna de las dos. Se hace uno con
nosotros. Se distribuye y se reparte como el alimento, por así decir, por
nuestro propio ser, de tal manera que cuando uno recibe al Señor “yo“soy de
Dios y Dios es mío”; yo soy hijo, porque el Hijo se ha unido a mí y me ha hecho
una sola carne con Él, y soy hijo en el Hijo y puedo vivir la vida como un hijo
del mejor de los padres, del Padre del que deriva toda paternidad en la tierra.
Vamos
a darLe gracias al Señor por volver a participar de la Eucaristía. Yo echo de
menos la Eucaristía dominical en la Catedral y llevábamos ya casi mes y medio
sin vernos. Le damos gracias al Señor por su don, que se renueva una vez más en
nosotros y vamos a decir: “Señor, nosotros queremos ser felices, nosotros
queremos que nuestra humanidad florezca, no nos abandones. Ven a nosotros. ¡Ven!,
¡ven! Cura lo que haya que curar; haz crecer lo que sea necesario que crezca y
que podamos ser en medio de este mundo tan desertizado signo de una humanidad
bella, bonita, libre”. Lo que hemos pedido en la oración: “Señor, míranos con
amor de padre a los que participamos de Cristo, tu Hijo, para que podamos vivir
en la libertad verdadera y alcanzar la herencia eterna”. Vamos a proclamar
nuestra fe.
+
Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de septiembre de 2015
Santa Iglesia Catedral de Granada