Homilía en el XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, en la Eucaristía en la que se rezó por los misioneros en el día del DOMUND 2015, con el lema “Misioneros de la misericordia”, y con la que se clausuró el Año Jubilar Teresiano en Granada.
Fecha: 18/10/2015
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa amada de Jesucristo, Pueblo santo de Dios;
muy queridos sacerdotes concelebrantes;
saludo muy especialmente a los carmelitas y a los religiosos que nos acompañan
en este día, también a las religiosas;
también a vosotros (ndr: Schola Pueri
Cantores de la Catedral), que ya sabéis que siempre es una alegría que
resuene aquí la frescura de vuestras voces, bienvenidos a vuestra casa;
queridos amigos todos:
La verdad es que hoy se agolpan
motivos grandes de celebración y de acción de gracias en nuestra vida, en la
celebración de este domingo.
Por una parte está la clausura del
Año Jubilar Teresiano, que el jueves tuvo lugar en Ávila, en la Conferencia
Episcopal, y que hoy hacemos también en nuestra Iglesia de Granada. Por otra
parte, está el domingo del DOMUND, que está dedicado, no sólo a hacer una colecta
para las misiones, que también, sino a recuperar la conciencia de que la
Iglesia sólo es la Iglesia de Jesucristo cuando es toda ella misionera. Y las
dos cosas son lo suficientemente importantes como para que dieran para mucho y
muy sabroso comentario. Y luego las lecturas de hoy también son de una
particular agudeza en su carácter de
provocación. Vamos a tratar de juntarlo todo con sencillez, de forma que nos
pueda servir para este momento de la Eucaristía y para nuestra vida.
Yo he pensado muchas veces, y más en
este año, pero tenía la conciencia de ello hace mucho tiempo, que santa Teresa
de Jesús, la santa madre, pertenece como a la fundación de nuestra Iglesia en
España. Y si os fijáis, los santos a los que nosotros hacemos referencia
espontáneamente cuando pensamos en los orígenes son todo un grupo de santos que
llenan el siglo XVI y la primera mitad del XVII, si queréis, y que tienen que
ver con un momento en el que nuestras tierras estaban necesitadas de una nueva
evangelización porque había cambiado la cultura, aunque la cultura de la que se
venía era una cultura cristiana, pero la cultura cristiana de esos siglos
estaba gastada, las formas de vida religiosa se habían gastado, se habían
corrompido, se habían deteriorado, la Iglesia se había mundanizado en
muchísimos aspectos, no es necesario detenerse a señalar, pero que era una
realidad, y que tampoco la Iglesia tiene ninguna vergüenza en ocultar. El
Renacimiento tuvo un movimiento de retorno al paganismo y de redescubrimiento de la antigüedad pagana, que influyó poderosamente
en la vida de la Iglesia en muchos sentidos, desde las prácticas de la vida
religiosa hasta las costumbres morales del pueblo cristiano, y hasta la
mentalidad y la manera de entenderse el hombre y el mundo.
Es en ese contexto donde surge la
reforma que llamamos protestante y donde surge también la reforma católica. Y
es donde surgen en nuestro entorno todo un verdadero racimo de grandes santos,
que, asumiendo todo lo que era bello y hermoso, en eso que hoy llamamos la modernidad
(por ejemplo, en el descubrimiento de la interioridad del hombre, que nos
parece a nosotros una cosa tan evidente y tan normal que para nosotros no
tienen nada de particular, pero no olvidéis que hasta que no se da un poquito
ese descubrimiento, por ejemplo los hombres no sabían rezar sin mover los
labios, sin recitar un texto. No se sabía contemplar en el interior del corazón
sin que fuese saborear una lectura…); y todo eso en unos tiempos convulsos en
los que se abre el horizonte de la geografía humana a las nuevas tierras del
Nuevo Mundo por un lado, de Filipinas por otro, de los inmensos continentes del
sur de Asia, como la India, por otro; y en ese momento, Dios suscita en medio
de su Iglesia y suscita aquí, en nuestras tierras, una serie de figuras. Pensad
en Ignacio de Loyola -por señalar sólo las más grandes-; ciertamente santa Teresa
de Jesús; san Juan de Ávila, también reconocido hace poco como Doctor de la
Iglesia; el mismo fundador, en Granada, del Sacromonte, don Pedro de Castro. En
una biografía de un santo del siglo XIX (ahora mismo no me viene el nombre),
que fue obispo de Santiago en Cuba, que había tomado notas para su ministerio
episcopal, tiene una pequeña vida de don Pedro de Castro diciendo: ‘Es como el
resto de los grandes santos del siglo XVI y del siglo XVII en España’.
Dios mío, todos ellos abrieron la
Iglesia a unos tiempos nuevos con una fecundidad inmensa. La figura de santa
Teresa conmueve de una manera especial por su humanidad que nunca censuró; por
su espíritu espontáneo, verdaderamente libre para acoger su forma de ser, lo
que Dios hacía en ella con mucha sencillez, para exponerlo con una
transparencia que aun hoy nos sorprende, a pesar de la dificultad y de la
distancia y de la evolución del lenguaje en estos siglos, sigue resultándonos
sorprendente y fresca. Alguien comentaba hace unos días que las obras de santa
Teresa sólo se caen de las manos dos veces: una, cuando uno empieza a leerlas, justo
por esa distancia del lenguaje; pero si uno resiste la tentación en ese
momento, dice ‘ya no se vuelven a caer hasta que uno se muere’. Y es verdad. Tiene
tanta sabiduría, y no una sabiduría aplicable de manera especial o exclusiva a
la vida religiosa, sino a la vida cristiana: su búsqueda de Dios, su búsqueda
de Dios como amor; su amor a la humanidad de Jesucristo como el camino para
acercarse al misterio de Dios; su relación verdaderamente, yo diría, de
familiaridad con el Señor, con Jesús, y una familiaridad que le hacía tirarse
al cuello del Señor y decirLe con mucha frescura y con mucha espontaneidad lo
que había en su corazón y de dejarse enseñar por Él; su capacidad, al mismo
tiempo, yo pienso en los sufrimientos que acompañaron su vida, la paciencia que
tuvo que tener cuando fue a la Encarnación, por ejemplo, como Superiora y no
fue aceptada, y esperó años tranquilamente hasta que, tranquilamente,
sufriendo, llorando, hasta que el Señor al final pudo abrir sus puertas; su
deseo de vivir siempre y de morir como hija de la Iglesia; su celo misionero,
que desde antes de su vocación religiosa, desde su infancia, la promovía a ir a
llevar el Evangelio a “tierra de infieles”, como decía ella. Tantas y tantas
cosas…
Digo que son nuestros fundadores porque
todo lo que hay antes de ellos para nosotros es un poco como la prehistoria. Es
verdad que el cristianismo empezó muy temprano. El primer Concilio de la Iglesia
del que se conservan las actas es el Concilio de Elvira, que tuvo lugar en esta
ciudad, y en el que hubo ochenta obispos, antes incluso de la paz de
Constantino, todavía en un tiempo en que la Iglesia estaba perseguida realmente.
Y sin embargo, todo eso pertenece para nosotros a la prehistoria. No nos
alimentamos de ello. Lo sabemos, lo sabemos mejor o peor, conocemos. Pero si
nosotros queremos volver a los fundamentos de nuestra fe, volvemos a los ejercicios
espirituales, volvemos a san Ignacio, volvemos a san Juan de la Cruz, volvemos
a santa Teresa.
Este Año de gracia ha puesto muy de
manifiesto justamente cómo ella sigue teniendo atractivo, sigue teniendo convocatoria.
Es precioso que los orígenes de nuestra Iglesia la primera Doctora de la
Iglesia en España sea, precisamente, una mujer, y una mujer que entendió muy
profundamente la relación con Jesús como una relación esponsal, que pudo trascender
todo lo que había de carcasa en la vida religiosa e institucional de esa Edad
Media ya muerta, y de paganismo en ese Renacimiento, que empezaba, para ir al
corazón mismo de la fe cristiana. El Señor se lo concedió. Nos lo concedió a
nosotros a través de ella. Damos gracias por ella, y le pedimos que siempre estemos
en condiciones de aprender de ella: el trato con el Señor, la intimidad con el
Señor, el afecto a Jesucristo en quien el Misterio de Dios se nos ha hecho cercano,
inmediato.
Con respecto al día del DOMUND, yo
quisiera recordar sencillamente, más que nunca, en el horizonte de la vida de
la Iglesia, en cualquier parte del mundo -ahora mismo es un horizonte global: si
la misma vida social, la vida económica, la vida del mundo hoy es la vida de la
aldea global… (aunque no somos aldea, no nos engañemos. La palabra aldea
sugiere una familiaridad y una confianza mutua y un conocimiento mutuo: somos
una sociedad anónima global, más bien, que una aldea global; y muchas veces lo
que rige las relaciones en este mundo global es justamente la desconfianza por
el desconocimiento).
El mundo en el que vivimos en muy
diferente del mundo de santa Teresa, pero qué duda cabe de que el Señor nos
llama a responder desde la certeza de que Cristo es el único nombre que se nos
ha dado bajo el cielo para poder ser salvos; de que Cristo es el centro del
cosmos y de la historia; de que Cristo es el único redentor del hombre. Responder
a las nuevas circunstancias, a las nuevas situaciones, yo diría que con dos
actitudes: una está reflejada en el texto que hemos leído de la Carta a los
hebreos, que es la actitud del Hijo de Dios, que no teme unirse a nosotros. En
lenguaje de otro texto de San Pablo: no quiso retener su condición de ser igual
a Dios, sino que se vació de Sí mismo, por así decir, para tomar la condición
de esclavo, y pasar por uno de tantos, ser como uno de nosotros, ser compañero
nuestro de camino en el camino de la vida, compañero de cada hombre y de cada mujer
en el drama de nuestra vida, en las circunstancias difíciles o bellas, alegres
o dolorosas, de nuestra vida, el Señor está siempre con nosotros.
No sólo a nuestro lado. Por el
Bautismo nos ha incorporado a su Cuerpo, vive en nosotros, está en nosotros y
hace posible una comunión que en medio de ese mundo de la desconfianza permite
reencontrarnos de nuevo como hermanos. Quiera Dios que esa actitud, que por una
parte implica un afecto inicial a todo ser humano llamado a ser imagen de Dios
-sea de la raza que sea, sea del pueblo que sea, de la nación que sea, de la
lengua que sea, estamos llamados a ser hermanos de todos. Nosotros no tenemos
enemigos, aunque pueda haber personas que no nos quieran bien y que se
consideren enemigos nuestros. Nosotros deseamos amar a todos los hombres,
deseamos, como Cristo, acercarnos a todos los hombres, deseamos llegar al
corazón de todos-, esa actitud de “Iglesia en salida”. Y de Iglesia en salida
porque ama al ser humano en cuanto ser humano. Y porque reconoce en el corazón
de todo hombre que anhela la verdad, y que anhela el ser feliz, y que anhela ser
querido y ser tratado con respeto, una complicidad profunda con el anuncio del
Evangelio del que somos testigos y portadores. ¿Por qué?: porque el Señor nos
ha permitido experimentar ese amor y esa misericordia en nuestras vidas.
El lema del DOMUND de este año es: Misioneros,
testigos, de la misericordia, portadores
de la misericordia. Todos estamos llamados a vivir así, objeto de la
misericordia del Señor, que le hemos conocido porque ha sido misericordioso con
nosotros. No podemos mirar al ser humano sino con un corazón misericordioso,
con un deseo de que ese afecto que tiene casi siempre la forma que tiene que
tener -casi siempre o siempre-, la forma de la misericordia, pueda llegar a
todo aquel que se cruce con nosotros en el camino de la vida, que llame a
nuestras puertas, que se acerque a nosotros, que puedan experimentar un reflejo
en nuestra mirada del amor con que Dios les mira en Jesucristo, con que Dios
nos mira a nosotros, nos ha mirado a nosotros en Jesucristo.
La otra actitud está expresada preciosamente
en el Evangelio de hoy y no me detengo en ella. Se trata de ¿quién es más?. Pues
es más quien es menos: es el primero el que más sirve, es el más grande el que
se hace más pequeño, es el más importante el que se pone al servicio de todos y
esclavo de todos. Eso es lo que nos ha enseñado nuestro Maestro. Si somos
cristianos, no conocemos otra forma de vida. Él se hizo esclavo yendo a la
Encarnación y a la Pasión. Eso es lo que expresa el gesto del Lavatorio de los
pies del Jueves Santo, y ésa es la actitud con la que a nosotros nos pide vivir.
¿Queremos ser reconocidos? ¿Queremos que la fe cristiana recobre su dignidad? Hagámonos
siervos de nuestros prójimos. Vivamos para su bien. Vivamos deseando su bien, deseando,
como decía Juan Bautista, que Él crezca y nosotros disminuyamos. Entreguémonos
al servicio de los hombres sin esperar otra cosa que el gozo de ser lo que
estamos llamados a ser: imagen del Dios que es amor. Ésa es nuestra recompensa,
ésa es nuestra esperanza y eso es lo que hace bella la vida digna de ser
vivida.
Señor, Dios, al vivir el ministerio
de la Eucaristía donde una vez más nos recuerdas y renuevas tu don y tu
ofrecimiento por cada uno de nosotros y por nuestra pobreza, inserta al venir a
nosotros, siembra en nuestro corazón, ese deseo de ser como Tú, servidores de
todos, amigos de todos, llenos de la misma misericordia para todos que nosotros
hemos ya recibido de Ti, y por la cual, y sólo por la cual, somos hijos tuyos.
Que así sea para toda la Iglesia.
Nos ponemos
de pie y profesamos la fe.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de
Granada
18 de
octubre de 2015
Santa Iglesia Catedral de Granada
XXIX Domingo del Tiempo Ordinario
DOMUND 2015 y clausura Año Jubilar Teresiano
PALABRAS FINALES ANTES DE LA BENDICIÓN
No os canséis nunca de pedir al
Señor por aquellos que han entregado su vida al anuncio del Evangelio donde el
Señor todavía no es conocido y de ayudarlos con nuestro apoyo en todas sus
formas. Y también que nos conceda el Señor a todos lo que vivimos en países de
antigua tradición cristiana renovar nuestra fe, de forma que vivamos nuestra
vida con un espíritu misionero. El mundo tiene necesidad del amor de Dios.
Nuestras familias mismas, nuestros compañeros de trabajo, nuestros amigos
tienen necesidad del amor y de la misericordia de Dios; y no lo encontrarán si
no pueden verlo en nosotros.
Por último, antes de daros la bendición: me he acordado del nombre del santo que no me acordaba cuando estaba hablando. Era San Antonio María Claret, el fundador de los claretianos.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
18 de octubre de 2015, S.I Catedral