Homilía de Mons. Javier Martínez en el Sacramento de la Confirmación celebrado el día 13 de noviembre de 2015, en la parroquia de San Isidro.
Fecha: 13/11/2015
El cristianismo no consiste en cosas que nosotros hacemos por Dios, sino en la vida que Cristo nos ha obtenido y que Cristo nos ha permitido vivir gracias al don de Sí mismo, de tal manera que nos ha introducido en la familia y en la vida de Dios, y la gratitud y la alegría que brotan de esa vida.
Por lo tanto, cualquier celebración
que hacemos los cristianos, y la celebración más grande que es siempre la Misa,
la Eucaristía, y en la que tiene lugar también todos los acontecimientos importantes
de nuestra vida cristiana, se llama eso: Eucaristía, que significa Acción de
gracias. Porque le agradecemos contentos al Señor el amor que nos tiene, el
amor que nos da, el que no se cansa de nosotros, el que no nos reprocha
nuestros muchos límites y nuestras muchas equivocaciones y nuestras torpezas,
sino que nos quiere tal como somos y, sabiendo cómo somos, mejor incluso que lo
sabemos nosotros mismos, se da a nosotros, no porque Él nos necesite, sino
porque sabe que nosotros le necesitamos a Él. Nuestra vida está abierta a algo
muy grande, está hecha para algo muy grande: está hecha para Dios.
San Agustín lo decía en una frase
que sintetiza preciosamente la experiencia humana de alguien que ha conocido a
Cristo: “Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que
descanse en Ti”. Nuestro corazón está siempre en búsqueda. Nuestra vida está
marcada por un anhelo, por un deseo: deseo de ser felices, deseo de querernos
bien, deseo de querernos bien, deseo de tratarnos bien, de vivir ayudándonos y
con la mano tendida unos para con otros; y sin embargo, nosotros no podemos
darnos una vida así, no somos capaces, somos demasiado pequeños para aquello
para lo que estamos hechos, para aquello para lo que nuestro corazón desea. Y
ahí es donde el Hijo de Dios se ha acercado a nosotros. No ha temido, no le han
asustado nuestras llagas, ni nuestras miserias, ni nuestra pobreza, ni nuestra
pequeñez, y se ha unido a nosotros, nos ha entregado su espíritu y nos ha hecho
partícipes de la vida divina, nos ha hecho hijos de Dios; hijos de Dios para
vivir en la libertad de los hijos de Dios.
Yo sé que el cristianismo no es
visto así por nuestro mundo. La visión que tiene muchas veces del cristianismo el
mundo en el que vivimos, a pesar de llevar, y tal vez por llevar, tantos siglos
de vida cristiana (que muchas cosas se han hecho como rutina y se gastan como
tantas cosas en nuestra vida, la vida de los hombres), es más bien que el
cristianismo es una serie de reglas, de normas, para tener contento a Dios o
así. Y claro, eso es asfixiante; eso no llena la vida de alegría. Eso no
permite que, efectivamente, nuestra vida sea una acción de gracias permanente,
¿no?, y no porque seamos optimista o porque tengamos una visión del mundo al
estilo de “La casa de la pradera”, romántica o irreal en el fondo, o utópica.
No. Sabiendo cómo somos, sabiendo lo pequeña que es nuestra vida, tacharemos al
mismo tiempo lo grande que es nuestra vocación, y tenemos la experiencia de
cómo la vida divina que el Señor sembró (Él decía: “Si el grano de trigo no
muere, no da fruto, pero si muere, da mucho fruto”, y se estaba refiriendo a su
propia muerte), la vida divina que Él ha sembrado en nuestra tierra no ha
cesado de florecer en santidad.
Y cuando decimos santidad también
decimos a veces o tenemos la imagen de la santidad como de gente un poco
extraña, un poco fuera de este mundo, un poco rara si queréis, y así, y no. La
santidad no es mas que la humanidad verdadera. La santidad es la vida humana en
su plenitud, en el fondo es la vida para la que todos estamos hechos, la vida
que realmente deseamos en nuestro corazón y el tipo de relaciones y el tipo de
humanidad y el tipo de comunidad humana que todos desearíamos vivir y que todos
desearíamos tener. Y eso sin Dios no es posible, sin Dios no es posible.
Es verdad que con Dios, y ahí hay épocas
y épocas: hay épocas en las que la Iglesia resplandece por la multitud de sus santos
y uno la ve y ve la preciosidad que era. Al mismo tiempo, desde el primer
momento yo digo: los apóstoles eran Doce, el Señor no lo hizo mal y, a pesar de
todo, entre los Doce hubo un Judas. Hoy somos muchos millones, pues tiene que
haber muchas heridas, sin duda ninguna, y mucha miseria, pero, al mismo tiempo,
es verdad que hay mucha santidad.
Yo recuerdo, estaba yo empezando a
ser obispo, hace ya muchos años (veintiocho o veintinueve, porque hace treinta años
que lo soy), y me vino un sacerdote y me dijo: me dais pena los obispos porque
tenéis que muchas miserias. Digo: “Pues mira, te equivocas. Es decir, es verdad
que vemos muchas miserias, y en la vida de nuestra Iglesia y en nuestras
comunidades cristianas, claro que sí, pero te prometo que la experiencia de la
humanidad que ha florecido de Jesucristo es infinitamente más grande”.
La belleza de la Iglesia sobrepasa
con mucho todas sus limitaciones, todos sus pecados, todos nuestros pecados; sobrepasa
con mucho, y os puedo asegurar que la conozco, que la he visto, que la he
tocado, que la he tocado con mis manos, que he visto testimonios de humanidad
de una grandeza tal en su sencillez (no suelen ser personas que salen ni en los
programas de televisión ni en la mayoría de las películas, en los periódicos, y
sin embargo son personas que rebosan el perfume de Cristo, el buen olor de
Cristo: por su amor, por su sencillez, por la entrega de su vida, por la
calidad exquisita de su relación con el Señor, de su relación con las personas
que tienen alrededor, por la humanidad que van derrochando por todas partes a
su alrededor).
¿Por qué os digo esto? Diréis: ¿Qué
tiene esto que ver con nuestra Confirmación y con los nervios que hemos tenido
esperando para que empezara? Con los nervios tiene muy poquito. Yo quisiera
justamente que sintierais que estamos en casa. Aunque yo he llegado tarde y no
he tenido tiempo de decíroslo antes, y aunque no os conozco, mas que vuestros
nombres -yo creo que ya no me equivocaría: Laura, Luisa, Ignacio, Javier, Juan
y Aitor. ¡Bien, no me he equivocado!-, realmente no puedo decir que os conozco,
y sin embargo os aseguro que estamos en una celebración de familia. Y aunque
haya este “gorro”, que a veces impresiona mucho (es de tela ¿eh?, no os creáis
que es nada de ningún lujo), tiene el sentido de que Cristo ha resucitado, es Rey
de reyes; es el tipo de turbante que usaban los reyes de Persia, los reyes que
se llamaban así, “Rey de reyes”, porque era una sociedad más bien feudal y lo usaban
los reyes de Persia, y desde muy temprano los sucesores de los apóstoles cuando
en la liturgia están representando al Señor llevan esto, que se llama mitra
normalmente. Pero, aunque este “gorro” impresione un poquito, estamos en familia.
Realmente estamos en familia. Yo os voy a decir “hijos” en un momento de la
Confirmación (os lo podría decir ahora ya muchas veces). Os puedo decir que os
quiero sin conoceros, y que, para mí, que llevaré cerca, imagino que a lo mejor
llevo cerca de 200.000 personas confirmadas en mi vida de obispo, cada vez que
celebras una Confirmación es siempre la primera vez y le suplicas al Señor que
Él confirme Su amor por vosotros; que venga a vosotros de tal manera que os
acompañe en la vida, para que podáis vivir esa vida que no es la de seres que
se sienten arrojados al mundo y que tienen que salir a flote como puedan y
buscar una costa desde el medio del mar donde llegar para vivir como náufragos en
una isla que es este mundo, a pesar de toda la violencia y de todo el sufrimiento
y de todo el mal que uno ve en el mundo. Sin embargo, a pesar de todo eso, el
amor del Señor es más potente. Y cuando uno vive acompañado por el Señor, vive
sostenido por el amor del Señor, uno vive contento, contento, contento, no con
una “contentura”, si se puede decir así, que uno tiene que fabricarse, o que
uno tiene que engañarse u olvidarse, por ejemplo de que mi padre está enfermo o
de que mi abuelito tiene alzhéimer o que en mi familia hay una herida que
provoca mucho sufrimiento y que no nos permite hablar de ciertas cosas en casa,
en la mesa, o que uno no está contento con uno mismo porque ha hecho una barrabasada
y tiene esa herida dentro del corazón.
Si no estuviéramos mas que nosotros…,
pero cuando el amor del Señor nos abraza y nos coge y nos dice “yo te quiero”,
y cuando Dios dice “yo te quiero”, lo dice para toda eternidad; y cuando Dios se
nos da, se nos da para siempre, no dice “hoy te quiero” y mañana, “como te has
portado regular, pues dejo de quererte” o “me he cansado de ti”. Dios no es
así. El amor de Dios no es así. Y eso nos permite una alegría muy grande.
Yo sólo quiero subrayar una cosa que
me parece muy importante decírosla: que no sois vosotros los que hoy os
confirmáis, aunque usemos ese lenguaje. Por lo tanto, de nuevo eso que he dicho
al principio, que el cristianismo no son cosas que nosotros hacemos por Dios,
sino cosas que Dios hace por nosotros. Los Sacramentos son cosas que Jesucristo
hace por nosotros. ¿Y qué es lo que hace Jesucristo por nosotros? Sólo una
cosa, en todos los Sacramentos, desde el Bautismo hasta el Orden Sacerdotal o
el Matrimonio: darse a nosotros. Entonces, el Señor se entregó a nosotros de
una vez por todas en la Cruz. Vosotros participáis ya de esa alianza, de ese
amor por el Bautismo. Por eso hemos hecho (no es por querer hacer un rito medio
mágico o así) lo de la aspersión con agua bendita: es un recuerdo del Bautismo.
En el Bautismo nosotros hemos acogido el don de Cristo, hemos acogido la
alianza que Él hizo en la cruz con cada uno de nosotros y el don de su vida que
Él nos ha entregado, y hoy Él confirma esa alianza, Él confirma ese regalo, Él
confirma ese don, y eso hace que nuestra alegría sea verdadera.
Porque si vinierais aquí con la
conciencia de que venís aquí como a hacer un propósito en público de que a
partir de hoy vais a ser muy buenos, pues la primera vez que rompierais ese
propósito, después de -¿cuánto tiempo os habéis estado preparando para la
Confirmación?- cuatro años, pues imagínate que en Navidad con motivo de algo, o
cualquier día, vuelve a haber una discusión en casa y vuelve uno a hacer algo
que te han dicho veinte veces que no hagas, o te pones a ver el culebrón en el
momento que tienes que ponerte a estudiar, o sabes que hay que estudiar pero es
que estaba tan emocionante que… lo que sea. Dices: ¿qué hago? ¿Volver a
prepararme otros cuatro años para volver a confirmarme? No, no sería lo propio,
no volveríais tampoco. Por lo tanto, no pongáis el acento en que vosotros
hacéis un propósito de que vais a ser muy buenos, muy buenos de ahora en
adelante y nunca más vais a meter la pata. Creéis en el Señor, sabéis lo que el
Señor puede daros y queréis seguirLe. Basta. Dios no pide nunca más que eso. Y
el acto de fe de decir “Señor, creo en Ti” es la respuesta a Su amor y es acoger
ese amor Suyo en nuestras vidas, acogerlo una vez más.
En las Iglesias de Oriente, los
niños pequeños se bautizan, se confirman y reciben la Eucaristía nada más
nacer. Es decir, que las tres cosas van unidas. El don de Cristo, el don de
Cristo en la cruz, su vida divina, se les da a los bebés como toda ella, de
golpe, como si fuera un don: ya está dado. Y viene la mamá con el bebé. Cuando uno
celebra una misa oriental, te llama la atención la primera vez, porque viene la
mamá con el bebé y el sacerdote normalmente moja el trocito de Pan consagrado
en el cáliz y le da de comulgar a la mamá. Entonces, la mamá te acerca el bebé
que lo lleva en el brazo y tú dices: ¿Y ahora qué tengo que hace? Darle la Comunión
al bebé. Y la Comunión al bebé se le da mojando el dedo en el cáliz y
acercándoselo a los labios, y el niño comulga desde pequeño. Luego, tienen un
acto a vuestra edad más o menos en que hacen la Comunión solemne y, por así
decir, toman conciencia de lo que han recibido.
En cambio, en la Iglesia latina lo que
se ha hecho es separar un poquito las tres cosas, pero las tres cosas son como
tres etapas, ¿de qué?: del don de Jesucristo a vosotros, del don de la vida de
Jesús, de la vida de Dios a vosotros. Y eso, así como si fuera el propósito que
nosotros hacemos, lo tendríamos que hacer con una alegría pequeñita, porque
sabemos que más tarde o más temprano vamos a pelearnos o con un compañero de
clase, o vamos a hacer alguna barrabasada, o vamos a pelearnos con los papás; si
lo que hacemos es recibir un regalo, la alegría es una alegría limpia, sin
sombras, es el Señor quien os conoce perfectamente y se da a vosotros. Y se da
vosotros para acompañaros, ahora que os dais cuenta de lo que significa esa
compañía, para acompañaros en vuestra vida, en vuestras amistades, en vuestra
relación con vuestros padres, con vuestros compañeros, el día que tengáis que
fundar una familia, para acompañaros a lo largo de toda la vida, y sin ningún
tipo de reserva, porque el amor de Dios es sin reservas, y esa compa
Yo quiero que seáis conscientes de
lo que significa tener al Señor. Y eso es lo que es ser cristiano, no ser más
buenos que los que no lo son, hay muchas personas que no son cristianas y son
muy buenas; también hay otras que no lo son. Pero por ser cristiano no es como
en una máquina de la Coca-Cola que echas la moneda y sale la Coca-Cola y ya soy
bueno. No. Soy cristiano, tengo al Señor conmigo. ¡Qué tesoro! ¡Qué gozo! Qué
gozo saber que el Señor me ama. Qué gozo saber que no estoy solo. Qué alegría
tan grande saber que en la vida, pase lo que pase, el Señor no me va a dejar, no
va a dejar de quererme, pase lo que pase. Y Él me ayudará a vivir esa experiencia
y a mantenerla viva con otros amigos. La Iglesia es eso: es una familia de
amigos, que se quieren bien en el Señor y que se ayudan a caminar unos a otros
en el Señor.
Vamos, pues, a recibir el Sacramento
de la Confirmación con esa conciencia. A la hora de recitar el Credo no estáis
recitando el ideario del colegio ni el ideario de este grupo de gente que se
llama la Iglesia. No. Estáis confesando que conocéis a Dios y que conocéis el
amor con el que Dios os ama y por eso podéis esperar de Él el perdón de los
pecados y la vida eterna. Y luego el Señor hará los gestos que si os fijáis,
son los mismos que se hacen casi, casi, casi los mismos que se hacen sobre el
pan y el vino en la Eucaristía. Y en la Confirmación, ¿qué es lo que pasa? Algo
muy parecido a lo que pasa con el pan y el vino en la Eucaristía: antes solo
hay pan, solo hay vino, después de la Consagración, misteriosamente, ahí está
el Señor. La apariencia, la misma; si lo sometes a un análisis químico al
microscopio, lo mismo; pero misteriosamente ahí está el Señor, como en una
caricia humana o en un beso puede estar el amor entero de una persona. Pues de
la misma manera, o de una manera parecida. Entonces, con los gestos de la
Confirmación, vosotros seguiréis siendo los mismos, tendréis la misma forma de
ser, el mismo carácter, el mismo temperamento, por lo tanto, las mismas
cualidades y los mismos límites, y sin embargo, misteriosamente, pero de una
manera verdadera, el Señor está con vosotros y está para siempre. Y eso, os lo
aseguro, os lo digo -si os lo pudiera jurar, si lo pudiera expresar de una
manera mejor-, eso es el tesoro que uno puede tener en la vida y justo para
vivir la vida, no para hacer una vida añadida, rara, que llamamos la vida
cristiana. No, para vivir esta vida y sus cosas, pero vivirla en la compañía
del Señor y del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, cuidados por vuestros
sacerdotes, hoy, el día de mañana si estáis viviendo en otro sitio, por otros,
por otra comunidad cristiana que os acompañe en el camino, vuestras familias,
otros cristianos. Siempre somos parte de un pueblo, siempre somos parte de una
familia, siempre está el Señor junto a nosotros.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
13 de
noviembre de 2015
Parroquia de San Isidro