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Año de la Misericordia: una oportunidad de conversión y de luz para el mundo

Eucaristía de apertura del Año de la Misericordia en la S.I Catedral, con la que se inició el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, en el Domingo Gaudete, III Domingo de Adviento.

Fecha: 13/12/2015

¡Qué delicia cuando todos los hermanos están unidos! “Alégrate, hija de Sión -comenzaba la Primera Lectura de hoy-, disfruta con todas tus fuerzas, Jerusalén”. Iglesia del Señor. Esas palabras van dirigidas a ti, van dirigidas a cada uno de nosotros y a ese cuerpo, a esa unidad, a esa familia que formamos todos nosotros. ¿Por qué? Pues, porque el Señor está en medio de nosotros, viene a nosotros. Y viene a nosotros no en el gesto pequeño, minúsculo, del agua bendecida que en memoria del Bautismo hemos recibido al comienzo de la Eucaristía. Viene a nosotros para unirse a nosotros y para transformar nuestras vidas.

El comienzo del Año de la Misericordia es una provocación a esa transformación, que nos es dada, que nos es ofrecida, que nos viene en Cristo, y que el mundo necesita como aire fresco para respirar.

Fijaros, si hay dos categorías, dos palabras, que han desaparecido del vocabulario del mundo moderno, que no tienen, casi no tienen significado para el hombre de hoy. Una es la palabra Sacramento, que lo que pensamos es una ceremonia rara que se hace en la Iglesia, poco más o menos. Y un Sacramento es, en cambio, el don fiel y permanente de Cristo a nuestra humanidad, en las múltiples formas en las que Él se lo ha entregado, en los signos, en los que Él se lo ha entregado a la Iglesia. Pero es el don de Cristo a nosotros, el don de la vida divina, el don que nos hace hijos de Dios o cuida de nuestro ser hijos de Dios o nos perdona los pecados, o en el matrimonio, por ejemplo, hace posible la profundidad abismal que puede tener el amor esponsal de un hombre y una mujer a la luz y con la fuerza y la gracia del amor de Jesucristo.

Siempre, los Sacramentos son un gesto de Cristo en favor nuestro, en bien nuestro; no cosas que nosotros hacemos por Dios, cosas que Dios hace por nosotros. La palabra es una palabra desconocida y eso hace, debilita nuestra vida cristiana porque sólo cuando uno entiende lo que son los Sacramentos empieza a entender la vida entera como un signo de Dios, a la luz de esos dones de Cristo en los que Él comunica su vida a nosotros, nos comunica, se nos da, íntegramente a nosotros, en cada Comunión, en cada Bautismo, en el Perdón de los pecados, siempre, en cada Sacramento. A la luz de eso, se empieza a entender la belleza del amanecer de esta mañana, o la belleza de un bosque, o la belleza de un rostro humano, del que decía ese gran director de cine danés, que fue Dreyer, es el único paisaje que los hombres jamás se cansarán de explorar: la belleza del rostro humano, donde está impresa, como en una obra de arte única, la imagen y la semejanza de Dios, la apertura al Misterio infinito de Dios. Dios mío, todo eso perdemos la capacidad de comprenderlo en cuanto perdemos el concepto de Sacramento. Pero no me paro ahí.

El otro concepto que es extrañísimo a nuestro mundo del mundo cristiano, que hemos perdido, y hemos perdido muchas veces incluso los cristianos, es que la categoría más importante de la relación humana es la de misericordia porque Dios es amor. Y por lo tanto, nuestras relaciones o están fundamentadas sobre el amor o no están fundamentadas sobre nada, y entonces son relaciones que acaban en violencia, siempre: violencia dentro del matrimonio, violencia entre los hermanos, violencia entre los padres y los hijos, los hijos y los padres, violencia entre la familia más extendida, o la familia política, violencia en la convivencia en el pueblo, violencia entre las naciones y los pueblos y las lenguas. Cosas que separan. Ésa es la obra del enemigo. Ésa es la obra de satán siempre: separar, dividir. Eso es lo que significa la palabra “diablo”, etimológicamente en griego, el que divide, el que separa. En cambio, Dios es el que une. Dios es el que hace florecer el amor en nosotros, en todas sus diferentes formas. No es lo mismo un amor esponsal que un amor fraterno entre hermanos, o el amor de los amigos. No es lo mismo el amor de los padres a los hijos, o el amor de la familia extendida, pero todos son participaciones, todo son formas de participar, en la vida de Dios, que es amor. Sólo que porque somos limitados y porque somos pecadores, el amor en esta tierra se llama misericordia, se llama perdón.

Dice por ahí un refrán: “No hay paz sin paciencia”. Algo parecido: No hay amor verdadero si no es capaz de perdonar. Lo espontáneo entre nosotros es la justicia, pero la justicia pone siempre una medida. Ponemos una medida a los demás, una perfección que queremos que tengan, o que nos parece a nosotros que tendrían que tener y les medimos por esa perfección. Muchas veces nos medimos a nosotros mismo por esa perfección y nos pasamos la vida azotándonos a nosotros mismos, cuando eso no es lo que Dios quiere. Dios conoce nuestra pequeñez. Dios conoce nuestra pobreza. Dios conoce la fragilidad de la condición humana, y sin embargo no ha tenido ninguna vergüenza de acercarse a nuestras llagas, de pringarse con nuestra pus para limpiarnos, para lavarnos, para abrazarnos, para hacernos uno con Él, para comunicarnos la luz y el esplendor de la vida divina.

El Dios que es amor es el Dios que es misericordia. Y el secreto de las relaciones humanas, porque estamos todos hechos para el amor, no puede ser mas que misericordia. Qué gracia tan grande que el Señor nos dé al pueblo cristiano, a todos nosotros, la posibilidad de recordar esto, que por encima de cosas que son muy justas, que son muy razonables, que estarían muy bien, está ese amor que es misericordia, que acoge al otro como es, que a la luz del amor de Dios es capaz de amar al otro como es, de alegrarse en que exista tal y como es. Y el otro soy yo mismo muchas veces. Es decir, que pueda acercarme al Señor diciendo: “Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te he negado cuando más falta probablemente hacía que no te negara, y sin embargo, Tú sabes que te quiero”. Esa frase de Pedro resume muchas veces la actitud que teníamos que pedirLe al Señor tener con nosotros mismos.

Decía un escritor del siglo XX, muy bueno, muy bueno: “Odiarse a sí mismo es facilísimo -pero es obra del enemigo (esto lo añado yo, aunque él lo pensaba)-. Lo difícil es olvidarse, vivir como los lirios del campo y las aves del cielo. Lo difícil es olvidarse”. Dice: “Pero si el orgullo estuviera muerto en nosotros, es decir, si no hubiera orgullo”, que es un pecado, que es el pecado de los pecados, “la gracia de las gracias sería amarse humildemente a sí mismo como a todos los demás miembros dolientes del cuerpo de Cristo”. Todos somos miembros dolientes del cuerpo de Cristo pero el Señor nos ha rescatado con su misericordia.

Por eso, “alégrate, ¡disfruta con todas tus fuerzas, hija de Sión! Goza, Jerusalén”. Viene el Señor a ti, viene el Señor a nosotros. Sólo pide que le abramos, sólo pide que no le pongamos trabas para cambiar nuestro corazón, y que pueda florecer en medio de este mundo una flor, una flor de amor, de perdón, de misericordia, es la misma flor.

Para ayudarnos a vivir eso, el Santo Padre ha convocado este Año de la Misericordia y vamos a entrar en él. Hemos entrado porque era necesario entrar. Es decir, hay que salir de nuestro mundo para entrar en el mundo de Dios. Nuestro mundo es el mundo de la justicia. Nuestro mundo es el mundo de la acusación, del echar en cara, del reproche. El mundo de Dios es el mundo del abrazo más fuerte. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia: el abrazo más fuerte que Dios nos da a cada uno porque quiere, por encima de todo, que participemos de su vida, de su alegría, de su gozo, de la belleza infinita de su amor.

A la puerta, y lo podéis poner en vuestras parroquias, en vuestras comunidades, en vuestras casas, hay una distribución de los meses con las obras de misericordia para que hagamos un esfuerzo juntos que pueda ser visible a lo largo del año. Haremos cosas. Habrá iniciativas a nivel diocesano. Por ejemplo, menciono una: en el ámbito de la familia, los días 15 y 16 va a haber un cursillo de preparar a personas para el “Proyecto Raquel”, algunos lo conoceréis y otros no lo conoceréis. El “Proyecto Raquel” es un proyecto de personas para ayudar a mujeres que porque han abortado viven con la herida del aborto. Eso sucede en todas nuestras ciudades muchísimo, y hay muchísimas mujeres que llevan esa herida en su corazón, que les cuesta hablar de ello; que haya unos espacios, que haya unos grupos donde puedan llorar su dolor, compartir su dolor, y saberse que son abrazadas por el Señor y abrazadas por sus hijos, sus hijos ya les han perdonado siempre.

Gestos de este tipo, para los meses en que la obra de misericordia sea darle de beber al sediento, todos podemos recortar un poquito el grifo en el momento en que nos estamos limpiando los dientes. Eso es algo que podemos hacer: usar el agua con responsabilidad. Parece una tontería, pero lo del agua es un bien cada vez más escaso, sobre todo el agua limpia. Eso es un ejercicio que nos sirve para todos. No derrochar el agua que no necesitamos. Pero, vamos a tratar que en la Diócesis, como esfuerzo común de todos, podamos construir un pozo de agua en algún país, hablaban de Eritrea, donde el agua es un bien más precioso casi la comida o que el oro. Y haremos cosas de ese tipo. En estos dos primeros meses, diciembre y enero, la obra de misericordia que vamos a practicar nos parecía la más adecuada, dar de comer al hambriento.

Sin duda, en muchas parroquias se hacen “Operación kilo” o se puede ayudar al Economato Diocesano, de alguna manera, que han fundado todas las cofradías, o a través de Cáritas hay muchas maneras de ayudar o de dar de comer. Pero, ¿por qué no pensamos cada uno en algún vecino que conozcamos, en algún mendigo que tengamos cerca, y le bajamos una cestita de Navidad o una colección de productos de Navidad? Y de paso, hablamos un poquito con él: ¿cómo te llamas?, ¿cómo estás? ¿cómo está tu mujer?, ¿cómo está tu familia?, ¿tienes familia?, ¿tienes mujer? Son nuestros prójimos. Si cada uno nos acercamos a uno, sólo los que estamos aquí, ¿os imagináis que revolución? Es la revolución del amor, es la revolución de Pentecostés. A eso es lo que nos está provocando el Papa, y nos dice: ¡Haced ruido!, ¡no tengáis miedo!, ¡no os echéis para atrás! No nos avergonzaremos de haberlo hecho, os lo aseguro, sin temor. Alguien nos puede decir “yo no quiero tu afecto, yo no quiero tu cariño”. Pues ya está, una sonrisa. ¿Cuántas veces le hemos dicho al Señor que no queremos su amor? ¿Por qué nos vamos a escandalizar de que un humano nos lo diga?

Empieza un año precioso. Empieza una oportunidad de conversión y empieza una oportunidad de luz para el mundo. No la dejemos pasar. No perdamos esta ocasión que el Señor nos da, que es un bien para nosotros en primer lugar, porque amando se crece en el amor. Quien ama es más capaz de disfrutar el amor; quien derrocha su vida la gana, y quien trata de protegerla y de esconderla, la pierde.

Estamos aquí porque queremos justamente vivir este Año y vivirlo a tope. Vamos a darLe gracias al Señor y vamos a pedirLe que cuando Él venga a nosotros transforme nuestro corazón de piedra en un corazón de carne, cuyos límites sean los límites del mundo, es decir, ninguno, como el de Dios. Vamos a proclamar nuestra fe.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

13 de diciembre de 2015
Santa Iglesia Catedral de Granada
Inauguración del Año santo de la Misericordia
III Domingo de Adviento

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