II Domingo de Navidad
Fecha: 03/01/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 617, 6-7
“En el principio existía la Palabra”. A nosotros, este comienzo del Evangelio de San Juan puede resultarnos un tanto chocante. La sorpresa no se disipa del todo cuando nos damos cuenta que esta “Palabra” a que se refiere el evangelista es Jesús de Nazaret. Y es que, para nosotros, la palabra es un simple sonido que sirve para la comunicación entre los hombres, y nunca se nos ocurrirá hablar de la palabra como una cosa que tuviera vida propia.
Pero a un lector judío del siglo I la expresión no le resultaría tan extraña. En primer lugar, porque para todos los pueblos de la antigüedad, y especialmente los orientales, la palabra era mucho más que un sonido: algo que existe realmente, casi como una cosa, invisible, pero real y eficaz; la comparación que aparece con muchas frecuencia en las literaturas de esos pueblos, puede hacernos comprender algo de lo que ellos sentían ante esa realidad misteriosa que es la palabra humana; debido a la creencia en su poder y en su eficacia, Jacob, que mediante su astucia ha obtenido de su padre Isaac una bendición que le correspondía a su hermano Esaú, es bendito para siempre con una bendición que ni su mismo padre puede revocar. Y tanto en Egipto como en Siria y Fenicia se escribían maldiciones en los sarcófagos, creyendo así protegerlos de los profanadores y de los ladrones.
Pero, además, la palabra había sido el medio elegido por Dios para entrar en comunicación con los hombres, y todo bien judío lo sabía muy bien. Esa palabra de Dios se contiene en la Ley y los Profetas, porque por Moisés y los profetas, Dios había manifestado su voluntad y su designio; los Diez Mandamientos, que son las cláusulas de la Alianza y la base de la vida moral de Israel, se llaman en hebreo “las diez palabras”; según el relato del capítulo I del Génesis, Dios creó todas las cosas con su potente palabra; y esta afirmación la repetirán con frecuencia los escritos sapienciales y los salmos.
Una cosa notable, pero que no nos extrañará si recordamos lo que los antiguos pensaban de la palabra humana, es que en muchos de estos pasajes la palabra de Dios cobra vida: se habla de ella como de una persona y se le atribuyen las obras que Dios hizo por medio de ella como de una persona y se le atribuyen las obras que Dios hizo por medio de ella. Como lo mismo sucede con la Sabiduría de Dios en los “elogios” o himnos a la Sabiduría que contienen algunos libros sapienciales del Antiguo Testamento, y de una y otra se dicen las mismas cosas, resulta de ahí que para los escritores sagrados la Palabra y la Sabiduría de Dios eran una misma realidad. El propio evangelista San Juan lo comprendió así al componer este prólogo de su evangelio en que nos habla de la Palabra inspirándose en esos himnos de la Sabiduría, de los que tenemos una muestra en la primera lectura de hoy.
Lo que sucede es que para San Juan la Palabra de Dios ha perdido su anonimato: ya no es “como si” fuera una persona; es una persona, Jesús de Nazaret. Ahora comprendemos mejor lo que San Juan expresa al decir que Jesús es la Palabra; él carga esa expresión con todo lo que el Antiguo Testamento había dicho acerca de la Palabra de Dios, y trata de decir que Jesús es la comunicación definitiva y última de Dios; El existía como Dios antes que nada fuera creado; El hizo el mundo, y ahora, hecho carne, ha venido a habitar entre nosotros; y ha dado poder de hacerse hijos de Dios a todos los que creen en su nombre.
F. Javier Martínez