Homilía en la Eucaristía de la fiesta de la Presentación del Señor, y por tanto Jornada de la Vida Consagrada, y clausura del Año dedicado a la Vida Consagrada y Jubileo de la Misericordia.
Fecha: 02/02/2016
Muy, muy queridos hermanos y hermanas:
El Señor nos da la oportunidad, un año más, de reunirnos en este día para celebrar juntos la Eucaristía, para la ofenda de la Iglesia y para recibir juntos el don que el Señor nos hace de su vida en esa Eucaristía, y al mismo tiempo para expresar juntos nuestra pertenencia al único cuerpo de Cristo, a la familia de Dios, a la Iglesia. Y para dar gracias también –yo no puedo dejar de darlas-: sólo veros, y ver que llenáis prácticamente la catedral, es para mí un motivo de verdadera conmoción, de verdadera acción de gracias, porque cada uno de vosotros es –si queréis- una pequeña luz en la noche de este mundo, cada una de vuestras comunidades, cada una de las realidades que representáis, cada uno de los carismas que el Señor os ha hecho partícipes y os ha hecho el don y el regalo –nos ha hecho a todos, a través de vosotros, el don y el regalo-.
Este año, es evidente, es un año especial. Concluimos con esta Eucaristía el Año de la Vida Consagrada, que ha sido en muchos sentidos una ocasión para renovar la conciencia de lo que vuestra vida representa en la vida de la Iglesia. Y para renovar en vuestra propia conciencia el don precioso que sois; el que no habría Iglesia de Cristo sin vosotros, porque el dinamismo de la Redención, el dinamismo del don total de Cristo por nosotros, de la entrega de su Espíritu en la cruz, y en la siembra en nuestra historia de su vida divina y de su espíritu –como el grano de trigo no cesa de producir fruto-, pero el dinamismo del Bautismo tiende por su propia naturaleza a la plenitud de ese Bautismo en la vida consagrada.
En la Iglesia antigua, al menos en las regiones de Oriente, es curioso que la renovación o la consagración tenía lugar en la misma vigilia pascual en la que se celebraban los bautismos, porque se veía justamente que la consagración era como una prolongación de la vida bautismal, como una plenitud en este mundo de muerte, en la realidad de nuestra historia; una presencia, igual que lo es en la Eucaristía (cantamos el Sanctus, que es un canto que pertenece al ámbito de lo divino), en este mundo nuestro se hace posible una vida que pertenece al ámbito divino y esa es la vida consagrada. Damos gracias a Dios por habernos permitido a lo largo de este año renovar todos ese don a la medida de nuestras capacidades.
Lo celebramos también en el contexto del Año de la Misericordia, de este Año jubilar, que yo creo que es una ocasión muy sencilla, muy profunda, y sencillo por lo esencial, por lo central, por la sencillez con que nos descubre para lo que es la Iglesia y el Misterio de Dios y, por lo tanto, el misterio del que nosotros, todos, sea cual sea nuestro estado de vida y nuestra vocación, somos partícipes.
“El nombre de Dios es Misericordia”, dice el título del libro del Papa. Si queréis, “el nombre de Dios es Amor”. Pero, de nuevo, en nuestro mundo, el amor no puede tener otra forma que la misericordia y el perdón. Por lo tanto, lo más “íntimo” del misterio de Dios se expresa ahí. Y lo más íntimo del Ser de la Iglesia, de la vocación de la Iglesia, en cuanto unida al Hijo de Dios que en obediencia al Padre, y al designio de amor por los hombres del Padre, se entrega hasta la muerte por la salvación de los hombres. Por lo tanto, si algo tenemos que hacer, a través de las mil cosas que componen la vida cotidiana, las mil costumbres y prácticas y tradiciones en las que todos participamos de una manera o de otra, es, sencillamente, ser signos de esa misericordia infinita de Dios por cada hombre y por cada mujer, por el ser humano en su concreción más grande. Y ser signos de ello no simplemente hablando. La misericordia no puede ser un discurso, aunque sea necesario hacerlo en ocasiones –o incluso aunque pueda parecer que yo lo estoy haciendo en este momento-, pero realmente no viviría el Año de la Misericordia si no le suplico al Señor que mi vida pueda ser realmente en la vida cotidiana, en la trama de las relaciones que constituyen esa vida cotidiana, un gesto que revela algo -muy pobremente, sin duda, con mil limitaciones, pero algo-, de esa misericordia limpia y transparente del Señor.
De hecho, la fiesta de la Presentación del Señor es un poco como la primera salida de Jesús (todavía estamos en la luz de la Navidad: las candelas unen esta fiesta con la Epifanía; el Dios invisible que al asumir nuestra condición humana se ha hecho luz visible y se ha hecho luz para nosotros y ha iluminado nuestra condición humana y nuestra vida. Pero esa luz es la luz del amor de Dios, es la luz de la misericordia de Dios). La primera salida de Jesús es para ofrecerse al Padre y, al mismo tiempo, para ofrecerse a los hombres. Nosotros solemos hablar muchas veces de una dimensión vertical y de una dimensión horizontal, y quizá uno de los rasgos más llamativos del ministerio y de la vida de Jesús es que esas dos dimensiones no son dos dimensiones, son la misma. Es decir, en la medida en que el Hijo se ofrece al Padre justamente porque el Padre es amor y porque Su voluntad es que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad, el Hijo no tiene otra forma de obedecer al Padre mas que amar como el Padre ama, entregarse a Sí mismo: “Señor, Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, pero en cambio, me diste un cuerpo. Y por eso digo: ‘Aquí estoy para hacer Tu voluntad’”. En la ofrenda de Jesús, la ofrenda del Hijo de Dios a Dios, al Padre, está la ofrenda de su vida por nosotros. En esa ofrenda hay ya un pregusto de lo que de aquí a nada vamos a celebrar, que es su Pasión: “Nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero”; “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo al mundo”. No vino para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.
Yo creo que una súplica sencilla de que podamos renovar todos al renovar esta tarde nuestra consagración al Señor, el deseo de que nuestras vidas puedan ser expresión sencilla, humilde, pobre, transparente, no hipócrita, del amor infinito, de la misericordia infinita de Dios. Esa súplica el Señor la escucha seguro. Y el mundo no necesita otra medicina.
Yo recuerdo muchas veces aquel pasaje de la Gaudium et Spes, en el Concilio Vaticano II, donde dice que el ateísmo no es un fenómeno primario en la vida de los hombres, es un fenómeno cultural, es un fenómeno secundario, no es lo espontáneo; y sólo señala una causa del ateísmo –habla de causas complejas, pero sólo señala una como la más importante-: que nosotros los cristianos hemos velado en lugar de desvelar el rostro de Cristo. Yo creo que esto es un juicio, en una llamada como la que ha hecho el Santo Padre, nos tiene que abrir el corazón a la súplica: Señor, abre nuestro corazón, abre nuestra inteligencia, dispón nuestras voluntades, para que, efectivamente, no seamos una ocasión de velar tu rostro, de esconder tu rostro, de que los hombres se alejen de Ti, sino que podamos ser, desde nuestra pobreza, desde nuestra conciencia de que nosotros mismos estamos necesitados de perdón y de misericordia (lo decimos todos los días en el Padrenuestro: ‘Señor, sálvanos’; es lo que decimos en el Padrenuestro. “Perdónanos nuestras ofensas”). Pero el Señor quiso añadir esa coletilla que es como la única condición que Dios nos pone para escuchar nuestras plegarias: “Perdónanos como nosotros perdonamos”. Que nosotros sepamos perdonar, que nosotros sepamos siempre ofrecer esa visión gloriosa del rostro de Dios, que es su amor invencible. Invencible es una buena palabra para describir el amor de Dios. Fiel. El Cantar de los Cantares decía “fuerte es el amor como la muerte”, pero en Cristo el amor de Dios se revela como mucho más fuerte que la muerte, infinitamente más fuerte que la muerte. Nada le detiene. Que nosotros podamos ser con nuestra pequeñas, pobres, vidas –“el más robusto hasta ochenta”, dice el Salmo-; que esas pobres vidas puedan ser signos de Tu amor invencible por los hombres. Y para eso necesitamos Tu gracia, necesitamos Tu fuerza, necesitamos que Tú multipliques nuestra generosidad, que Tú abras nuestro corazón a Ti, que eres el Amor. Con esa súplica sencilla el Señor no dejará de escuchar nuestras oraciones. Estoy seguro de que el Señor escucha nuestras oraciones y hará en medio de este mundo tan inhumano y tan desconcertado y tan confuso, en tantos sentidos, puedan haber pequeñas luces de esa luz invencible que es el Amor de Dios, que es la medicina que el mundo necesita realmente; y la que nosotros mismos necesitamos y en la medida en que estemos llenos de ella podemos comunicar a los hombres.
A veces esa ofrenda por los hombres es algo más que un gesto bonito y tierno de misericordia, o de amor o de afecto, por la condición humana; puede haber circunstancias, situaciones (las hay en la Iglesia, en muchas partes del mundo), puede llevarnos a la misma contradicción a la que le llevó al Señor, al sufrimiento injusto, al rechazo del mundo, a la cruz o a la muerte. Puede suceder. Nos lo anunció el Señor. No tendría por qué escandalizarnos si sucede o cuando sucede; o si el Señor nos llama, o llama a algunos de nosotros, a vivir esa contradicción fundamental que es donde se pone de manifiesto justamente que el amor de Dios es más grande, que el amor es más fuerte, que el amor es el que vence. Como dice una terapeuta familiar amiga mía, en los conflictos familiares siempre gana quien abraza más fuerte.
Que el Señor nos dé ese rasgo tan propio de nuestra denominación de origen como cristianos para poder decirle al mundo la única verdad. Yo recuerdo también una frase que en la Redemptoris Missio usaba san Juan Pablo II: la Iglesia es portadora para el mundo de un mensaje sumamente sencillo: la Iglesia necesita poder decirle a cada hombre y a cada mujer “Dios te ama, Cristo ha venido por ti”. Que nuestras vidas, transformadas por la misericordia de Dios, puedan decir eso, eso es lo que yo suplico para mí, y con un amor y un afecto grande suplico para todos nosotros.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
2 de febrero de 2016
S.I Catedral