Alocución en la celebración penitencial comunitaria en la "Jornada 24 horas para el Señor", en la S.A.I Catedral.
Fecha: 04/03/2016
Muy brevemente, para disponernos al Sacramento del perdón, yo quisiera deciros que el cristianismo consiste en el anuncio de una dicha, de una alegría: la alegría de la salvación. Y el Evangelio que acabamos de leer, el Evangelio de las Bienaventuranzas, que es como el resumen o el “corazón” del Evangelio, es justamente eso: el anuncio de que hay una dicha posible, y la hay aquí, ya, ahora, porque la salvación está junto a nosotros, delante de nosotros. Jesús lo podía decir porque Él era la salvación misma. La Iglesia lo puede decir porque en nuestro medio, todos los días, está Jesús, viene a nosotros; viene a nosotros en los sacramentos de la Iglesia; viene a nosotros en la comunión, entre nosotros; y viene a nosotros en nuestra vida y no deja de estar nunca con nosotros.
La salvación es posible, la alegría es posible, porque estamos salvados, porque el Señor ha venido, porque tenemos la salvación al alcance de la mano. Cabe la dicha en el mundo sin que tenga que ser una dicha obtenida artificialmente a base de olvidarse que existe el cansancio, o de olvidarse que existe el mal, o que existen las torpezas que tenemos todos en nuestras relaciones humanas, o las fragilidades, que son rasgos propios del ser humano. No hace falta olvidarse de nada de eso, porque el Señor ha venido a curarnos de esas heridas.
Algunas de las bienaventuranzas se aplican a todo ser humano, a la condición humana como tal. Dichosos los que lloran. Eso no es ninguna virtud. No hay que hacer ningún esfuerzo para ello. Todos tenemos mil momentos en nuestra vida en los que lloramos. Lloramos también de alegría, de sorpresa, de gozo, de gratitud, conmovidos ante el Misterio tan grande que el Señor pone en la pequeñez de nuestras manos. Pero lloramos muchas veces de dolor. Como decía el Señor: “No lloréis por mí. Llorad por vosotros”. A las mujeres de Jerusalén: “Llorad por vosotras y por vuestros hijos”. Lloramos de dolor por nuestros pecados, porque la vida, nuestra persona, no es como quisiéramos ser, porque somos pobres. Y sin embargo, nuestro corazón está hecho para Dios, para la eternidad, para la alegría sin límites. Dichosos los que lloran. Es decir, dichosa humanidad.
Hay otras (ndr. bienaventuranzas) que según como se lean, cuando dice “dichosos los pobres”: los pobres somos todos, porque todos estamos abocados a la muerte y no hay más pobreza que esa. Buscar otro tipo de riquezas para consolarse o para olvidarse no deja de ser un pobre engaño, un miserable engaño; buscar el consuelo del dinero y de las riquezas, o de los placeres de este mundo, o de las posesiones, o del poder, todo eso son engaños. La única riqueza es tenerte a Ti, Señor. Dichosos los pobres. Estás hablando también de todos los seres humanos, porque todos lo somos. Pero también nos estás indicando, Señor, que hay algo que podemos hacer, que podemos ser, que está en nuestra mano; que está en nuestra mano no creernos dioses; no creernos los dueños de nuestra vida; no creernos los autores de nuestra felicidad; no creernos los que fabricamos nuestra propia bondad, o nuestra santidad, o nuestras cualidades. Hay una dicha, no sólo en ser pobre, sino en reconocerse pobre, en alegrarse de serlo, porque en la pobreza hay una libertad que no la hay en la riqueza. La habría si nuestro corazón no se apegase a los bienes de este mundo, pero como nos apegamos a ellos y nos creemos que son nuestro dios y que nos van a hacer felices, la riqueza nos esclaviza y nos quita la libertad, nos empobrece mucho más que nos enriquece.
Dichosos los limpios de corazón. El Señor se está refiriendo a aquellos pecadores, prostitutas, publicanos, aquella gente que el judaísmo había echado de su seno como pecadores y que, sin embargo, cuando veían la mirada de Jesús, cuando se cruzaban con la mirada de Jesús, con esa mirada capaz de abrazar lo humano con una misericordia infinita, con un afecto infinito, sentían como si el corazón les diera la vuelta y reconocían la alegría de la salvación de una manera que nunca supieron reconocer los fariseos. Aquella mujer pecadora, que había oído sin duda predicar a Jesús el Evangelio del Reino y el perdón de los pecados; y que entró en la casa del fariseo –cosa que estaba absolutamente prohibido- (y no os imaginéis ningún pecado al estilo del occidente moderno, sino que podría ser la mujer de un pastor, la mujer de un publicano del pueblo y por eso ya era una mujer pecadora); y no tuvo reparo, al oír a Jesús hablar del Reino y del perdón de los pecados, en tirarse a los pies de Jesús, en ungir sus pies con perfume, en mojarle los pies con sus lágrimas y secárselos y enjugárselos con sus cabellos.
¿Qué sucedía cuando un pecador se encontraba con la mirada de Jesús? Como Pedro: “Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero”.
Vamos a disponernos a recibir esa mirada. Eso es lo que sucede en el Sacramento de la Penitencia y eso es el cristianismo: encontrarse con esa mirada que cambia el corazón, que nos llena de alegría en nuestra pobreza, que nos da la certeza de estar acompañado por un amor fiel, incondicional, todos los días de nuestra vida; que nos da la certeza de la esperanza en la vida eterna. Ese es el cristianismo. Y eso es algo que tenemos que hacer para el mundo, porque somos el cuerpo de Cristo. No en palabras, como lo estoy haciendo ahora, sino en los gestos de las personas que nos encontramos, que se cruzan en nuestro camino: ser esa mirada de Cristo para cada uno de ellos, ser ese afecto de Cristo, esa misericordia de Cristo para cada uno de ellos.
Que el Señor nos conceda poder haberla experimentado para desear que las personas a las que amamos, incluso aquellas a las que no conocemos, puedan participar de esa misma alegría. Hacemos un breve examen de conciencia y nos disponemos a la confesión.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
4 de marzo de 2016
S.A.I Catedral de Granada
Celebración penitencial Jornada “24
horas para el Señor”