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“Señor, multiplica sobre nosotros los signos de tu amor, para que transforme nuestro corazón”

En la celebración litúrgica de la Pasión del Señor, en los Oficios del Viernes Santo, en la Catedral, presidida por la Sagrada Imagen del Santísimo Cristo de la Misericordia, con motivo del Año Jubilar de la Misericordia.

Fecha: 25/03/2016

La liturgia de la Iglesia esta tarde es más una liturgia de silencio que de palabras. Aunque acabamos de escuchar el relato de la Pasión, eso es todo lo que necesitamos oír. Oír y adorar, que será lo que haremos de aquí a un poquito de tiempo.

Es curioso que la liturgia de esta tarde no es una Eucaristía. Quienes me tienen más costumbre de oírme saben que digo con mucha frecuencia que la celebración eucarística es siempre una celebración nupcial, que hace referencia a la Encarnación y a la Pasión y muerte de Cristo, y que consuma la alianza nupcial de Cristo con la humanidad de Cristo con su Iglesia mediante el don de su vida divina, con la cual alimenta, sostiene y hace fecunda la vida de la Iglesia.

Pero esta tarde nuestro Señor está muerto y la Iglesia está sin su Esposo. Recordáis aquella frase de Jesús: “Ya ayunarán, ya se llevarán un día al Esposo, y aquel día sus discípulos ayunarán”. Esta es la tarde de ese día en que se han llevado al Esposo y los discípulos ayunan. Basta con adorar. El relato lo conocemos, lo hemos oído muchas veces. Casi estamos esperando lo que viene después, sabemos lo que sucede. Y sin embargo, es siempre nuevo, en el sentido de que siempre podemos como introducir nuestras vidas en el costado abierto de Cristo y adorar. Recuerdo que la palabra adorar es una palabra que ha pertenecido habitualmente al lenguaje del amor, también al del amor humano. Adorar ese misterio de amor inconcebible; inconcebible por su extremosidad; inconcebible porque es para nosotros algo capaz de hacer saltar nuestras mentes que el Dios que crea las galaxias, y la primavera, y los árboles, y los animales, y nuestra vida, y el pensamiento, y la libertad, y el amor humano, ese Dios pueda entregarse a Sí mismo a la muerte, para que nosotros podamos saber quiénes somos, cuál es nuestro destino, cuál es el significado de nuestra vida, para qué hemos nacido, y cómo nuestro destino es Dios y no simplemente las obras, siempre pequeñas, que somos capaces de hacer en el corto espacio de nuestra vida.

Ese es un motivo tremendo de adoración. Apenas puede uno imaginarlo y siente el corazón sobrecogerse de un amor tan grande, que ni siquiera nosotros somos ni con  mucho de tenernos a nosotros mismos. La forma de ese amor es misericordia. Nos preside hoy la celebración esta Imagen, preciosa, del Santísimo Cristo de la Misericordia, para recordarnos que en este Año Jubilar el cristianismo consiste menos en un esfuerzo que nosotros hacemos para alcanzar algunas cualidades más que nos faltan o que no tenemos cuanto, justamente, dejar acoger en nosotros la misericordia del Señor; o más bien, dejarnos acoger por su misericordia infinita. Dejarnos introducir en esa misericordia que tiene el poder de cambiar nuestro corazón; que tiene el poder de transformar nuestro corazón de piedra, tantas veces cerrado a la gracia, al amor, a la ley de Dios, y tantas veces pagando dolorosamente las consecuencias de nuestro propio pecado y, sin embargo, incapaces de abrirnos a la novedad que Cristo trae.

Hoy queremos introducirnos en tu costado abierto. Alguno de los Padres de la Iglesia hablaba de que ese costado abierto era la Puerta del Paraíso. El Paraíso que había estado cerrado para los hombres desde los comienzos de la historia se abrió de nuevo al abrirse el costado de Jesús. Introducirnos ahí y ser acogidos. Ser acogidos porque tenemos necesidad de esa misericordia tuya sin límites, que no tiene reservas ante esos recovecos de mi corazón que nunca se han abierto a Ti, Señor; ante esas pequeñas mentiras a lo mejor, pero que envenenan la vida de un matrimonio, la vida de una familia; ante esos pequeños juegos o compromisos con el pecado que uno acepta, que uno asume, que uno piensa que no tienen posibilidad de curación o de perdón. Señor, no hay nada en nuestra vida, nada en nuestro corazón que te sea extraño, que te repugne tanto que Tú no seas capaz de amar o de abrazar.

Haz que nos abramos a ese amor tuyo y que ese amor produzca en nuestras vidas el fruto que Tú quieres, que es nuestra propia vida. Hay un autor del siglo II, precioso, que tiene una frase tremenda. Hablamos muchas veces de la gloria de Dios y Él dice: “La gloria de Dios es la vida del hombre”. Que el hombre viva eso es la gloria de Dios. Eso es lo que el Dios que es amor quiere. Eso es lo único que quiere: que su criatura pueda participar de su amor y vivir. Tú no quieres la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva, que venga a tus brazos, a tus brazos abiertos, que se deje acoger por Ti. 

A veces, se me pasa a mí por el corazón y por la cabeza que hay un mandamiento que es anterior a los diez mandamientos; que es anterior al primero de los mandamientos, el mandamiento de “amar a Dios sobre todas las cosas”. Y se me ocurre que hay algo anterior, que para poder amar a Dios sobre todas las cosas el primer mandamiento no escrito es que nos dejemos querer por Dios; es que podamos acoger el amor infinito suyo; es que podamos que el Señor multiplique en nuestras vidas los signos de su amor, para que nosotros le abramos libremente (porque un amor que no fuera libre no sería amor), para que nosotros podamos quererTe con toda nuestra alma, quererTe con todo nuestro ser.

Esa podría ser una súplica de hoy: Señor, multiplica sobre nosotros los signos de tu amor, para que ese amor transforme nuestro corazón y lo abra al amor a Ti y al amor a nuestros hermanos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Oficios Viernes Santo, S.I Catedral
25 de marzo de 2016

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