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Que el Señor os conceda ser imagen de Cristo como el Buen Pastor

Homilía de Mons. Martínez en la Ordenación Sacerdotal de cinco jóvenes en la S.I Catedral, en el IV Domingo de Pascua, Domingo del Buen Pastor.

Fecha: 19/04/2016

Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo:

Casi sois como la multitud que nadie podía contar de la que nos ha hablado el Libro del Apocalipsis. Tan grande es vuestra presencia porque con tanto sentido de la fe y con tanta intuición comprendéis que cinco nuevos presbíteros no es una cosa que es buena para los curas, es buena para vosotros, es buena para la Iglesia entera. Es un regalo para el pueblo de Dios. Es un signo también de que Cristo está vivo y sigue cuidando fielmente de nosotros, de su pueblo.

Yo os confieso con toda mi alma que es la celebración del año siempre que me hace temblar más, por muchos motivos. Uno de ellos: en ninguna como ésta siento yo la desproporción que hay entre mi vida, mis cualidades, mis virtudes, mi persona y lo que los gestos del Sacramento del Orden son capaces de generar. En los Sacramentos, lo sabemos todos, y es mi primera confesión que comparto con vosotros, es Cristo siempre quien obra, es Cristo quien bautiza, es Cristo quien se hace presente en el Altar, es Cristo quien perdona, y nosotros no somos más que instrumentos siempre pobres, siempre extraordinariamente desproporcionados al don que se nos hace, al don que el Señor os hace a vosotros por medio nuestro. Ya sólo esto bastaría para que a uno le explotasen todas las neuronas. Pero todavía hay algo más profundo -diría yo- que lo que acabo de decir, más verdadero, y es la inmensidad de la Encarnación, que es lo que se hace presente en los Sacramentos de la Iglesia. El escándalo de Encarnación del Hijo de Dios. Fue escándalo cuando aconteció en la carne, en las entrañas de la Virgen, en Belén, luego en la Pasión hasta la muerte, y fue escándalo el anuncio de la mañana de Pascua, cuando los griegos le oyeron a San Pablo, le dijeron: ‘Bueno, eso nos lo cuentas otro día, porque no hay quien se lo crea’. Y sigue siendo escándalo. Y sigue siendo causa de una gran tribulación de la que también nos hablaba la lectura, es decir, la persecución y la dificultad han acompañado a la Iglesia desde su origen en Jesús y en nuestra Madre, y desde los primeros discípulos y desde la primera generación de los Apóstoles, y generación tras generación, y así será hasta el fin de los tiempos, nos lo aseguró el Señor, por lo tanto no nos debe escandalizar. “Dichosos vosotros cuando os calumnien, cuando os persigan, cuando digan toda clase de mal de vosotros por causa mía, alegraos y regocijaos porque lo mismo hicieron con los profetas antes que vosotros”. No nos escandaliza. Y no nos escandaliza porque es más grande el don que las dificultades; porque es más grande la experiencia del bien que Tu Presencia en la tierra significó para quienes estuvieron a tu lado, y Tu Presencia en la tierra significa por medio de esta pobreza, que somos nosotros, todos, que son nuestras personas, y sin embargo, el Señor salva mediante su cuerpo. Escandaliza la magnitud del hecho.

Acabamos de celebrar la Semana Santa, Señor, ¿quiénes somos nosotros para que Tú hayas entregado a tu Hijo, para rescatarnos y darnos a nosotros la libertad? Para darnos a nosotros la vida, entregaste a tu Hijo único.

Pero hay otro aspecto que también produce escándalo, y es que la Encarnación tenga que ver con una cierta exaltación de la carne, de los sentidos, de la vida material, de la realidad material. Si os fijáis, todos los Sacramentos tienen que ver con los sentidos. San Juan, en el prólogo de su Carta, decía: “Lo que hemos visto, lo que hemos oído, lo que hemos tocado con nuestras manos acerca del Verbo de la vida, eso es lo que os anunciamos”. Y los Sacramentos tienen que ver con tomar un trozo de pan; tiene que ver con oír: “Vete hijo, o vete hija, tus pecados están perdonados”; tiene que ver con que yo ponga mis pobres manos, mis manos pecadoras, que las ponga sobre vuestra cabeza, y ese poder del que decía el Señor: “¿Quién puede perdonar los pecados mas que Dios?”. Lo vais a hacer, lo vais a hacer. Y el agua, y el aceite… Es decir, el Señor ha querido realmente sembrarse en la tierra, en nuestra humanidad, sin censurar nada de la Creación, que Él al final de ella vio que era muy buena. Dios mío, sobrecoge.

Es decir, ese poder de perdonar los pecados lo hace muy tangible, Jesús dijo: “¿quién puede hacerlo más que Dios?, y le dijo al paralítico: “Vente, tus pecados quedan perdonados”. Y de una manera física. Es decir, Él le da ese poder a los Doce. Los Doce se lo pasan a otros y así, a través de una cadena de pastores, muchos de ellos santos, otros indignos, llega hasta vosotros, y vosotros recibís de Cristo ese poder para el bien del pueblo cristiano. Le explotaría a uno el cerebro y el corazón de alegría, al mismo tiempo de sorpresa, de adoración. Que yo pueda, Señor, tomar un trozo de pan, que yo pueda recordar tus palabras, invocar al Espíritu Santo, y en comunión con la Iglesia, con el Papa y con el Obispo -por eso se mencionan en la plegaria eucarística-, Tú te haces presente en el Altar y les das la vida divina, la vida de tu Hijo, la vida de Dios a las personas.

¿Recordáis? (ndr. dirigiéndose a los seminaristas que se están ordenando), ayer hablábamos y yo os decía que nunca se os pase el sentido de la desproporción que hoy tenéis, no para que viváis angustiados ni ansiosos, sino para que podáis realmente adorar al Señor. Adorar su designio bueno para los hombres, para la humanidad entera; adorar su amor y su misericordia, sin condiciones y sin límites; acoger y abrazar a este mundo herido y llevarlo hasta el Señor, para que el Señor lo cure, lo haga vivir. Ese es mi primer pensamiento de hoy. No voy a añadir nada más que otro.

Hay un pasaje en la Misa y también tiene el carácter de una cierta confesión, o de un compartir con vosotros mi experiencia de sacerdote. Hay un pasaje en la Misa que a mí siempre me da vergüenza decir, y a lo mejor casi nadie habéis caído en la cuenta de ello porque no es un pasaje del centro ni de las partes más importantes de la Eucaristía. Es cuando dice: “Orad hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro”, y a mí siempre me parece que si uno lo mira con los ojos del mundo, ese decir “mío y vuestro”, ese ponerse uno por delante del pueblo cristiano, de la Esposa de Cristo, de la Iglesia, es una grosería. En la educación, en las reglas de urbanidad, siempre dices “primero tú y luego yo”, ¿no? ¿Qué permite decir “mío y vuestro”, o sea, ponerse el sacerdote primero por delante? ¿Que el sacerdote es más que vosotros? Ni soñarlo. ¿Que uno es más importante? El Señor dijo que no. Él dijo: “¿Quién es más? ¿El que está sentado a la mesa o el que sirve?”. El que está sentado a la mesa, ¿no? ¿Y cómo continúa esa frase de Jesús?: “Pues bien, yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”, y eso lo hace realidad el día de Jueves Santo, haciendo un oficio de esclavo y lavando los pies de sus discípulos. ¿Quién es quien está sentada a la mesa siempre? La Esposa de Cristo, la Iglesia de Dios, nuestra Madre, la que nos ha engendrado para la vida, para la vida de Dios, esa es la que está a la mesa. Vosotros, pueblo santo, sois los que estáis a la mesa. ¿Y cuál es nuestro oficio? El de servir. Pero está hablando de un sacrificio, “este sacrificio mío y vuestro”, es decir, ese “mío” por delante significa que en lo que uno tiene que ser el primero es en la disposición a dar la vida por vosotros. Sólo entonces no es una grosería. Porque se trata de dar la vida, yo me pongo por delante de vosotros, solo para eso. Y dando la vida, claro que sirvo, lo dice el Señor: “Os entrego mi vida”. Esa es la misión de un sacerdote, porque se trata de descuartizar -por eso se rompe también la Forma en la Eucaristía, se rompe el cuerpo y se mezcla con la sangre, que es lo que pasa cuando se descuartizaba una víctima en los antiguos sacrificios del templo, por eso se pone un trocito de pan consagrado en el cáliz-. Pero todo eso que sucede simbólicamente en la Eucaristía, el sacerdote, Dios mío, Le pedimos al Señor hacerlo nuestro; que sea el signo de nuestra vida. Esa es nuestra única grandeza: estar dispuestos a dar la vida como el Señor, pedirLe al Señor tener los mismos sentimientos de Cristo, que Él siendo grande, siendo igual a Dios, no tuvo algo digno de desprecio, el asumir nuestra forma de siervos, y hacerse semejante a nosotros en todo, vaciarse de Sí mismo para que nosotros vivamos hasta la muerte y una muerte de cruz. Ese es su derecho de conquista. Ese es su Señorío sobre nosotros. El Señorío de haber dado su vida por mí, pobre, que no lo merezco, que no lo hubiera merecido jamás, tuviera las virtudes y las cualidades que quisiera, todas las que desearía tener y todas las que puedan existir en el mundo y seguiría sin merecer una mirada de Cristo, una gota de su sangre, y la ha entregado por mí, como la ha entregado por cada uno de nosotros. Y porque su amor es infinito, todos podemos coger de ese amor todo el que necesitamos y no disminuye. No es como en nuestras familias que si la madre tiene predilección por uno de los niños los otros se sienten como más postergados porque ese es su favorito. Aquí todos somos favoritos y el amor de Dios no disminuye, el amor de Cristo por cada uno. Todos podemos coger y hacer nuestro todo el que necesitamos y sigue sin disminuir.

No hemos hecho más que empezar, y nos espera una historia preciosa y una vida eterna preciosa para crecer en la experiencia de ese amor. Pero vuestra vocación y el don de mis pobres manos y de la Unción del Crisma en esta mañana lo que os hace es uniros a Cristo; lo que hace es que Cristo se apodera de vuestra humanidad, se adueña de ella, se la dais vosotros libremente. Es la primera pregunta que yo os haré: “¿Venís libremente, sin ser coaccionados?” (como una boda), “¿le dais al Señor vuestra vida?, ¿se la dais para poder dársela al pueblo cristiano?”. Y si decís que sí, yo os impondré las manos, os ungiré y vuestras vidas serán un signo vivo de Cristo, para que vuestra palabra comunique la alegría del Evangelio, para que vuestras manos puedan perdonar, bautizar, ungir a los enfermos, acompañar a las familias, acompañar a los ancianos y a los niños, a todos, acompañar al pueblo santo, siendo los primeros en amor, en el don de la vida.

Lo único que tenemos que pedirLe al Señor, lo que tenemos para aprender toda la vida en la Eucaristía de cada día es: Señor, cada vez que yo diga “Tomad, comed, esto es mi cuerpo”, estoy recordando tus palabras, pero lo estoy diciendo yo, con esa humanidad que Tú has querido que sea, hoy Tu humanidad, por el Sacramento del Orden: “Tomad, este es mi cuerpo”, para vosotros, “Esta es mi sangre”, “esta es mi vida”, para vosotros. Eso es ser sacerdote de Jesucristo.

Dios mío, pensaba que no iba a ser capaz de empezar a hablar siquiera en la homilía, y a lo mejor no soy capaz de terminar. Celebramos estas Órdenes en el día del Buen Pastor. La Segunda Lectura del Oficio de Lecturas de hoy decía: “El Buen Pastor conoce a sus ovejas, esto es, las ama, y las ama hasta dar su vida por ellas”.

Que el Señor os conceda a vosotros, nos conceda a todos el deseo de vivir así, el deseo que ser imagen de Cristo de esta manera. Nunca nos faltará la alegría, la certeza de su misericordia, nunca nos faltará a nosotros mismos el perdón, nunca nos faltará su compañía para esa misión, que es la suya, para bien de su Iglesia y de todos los hombres.

Nos unimos todos en esa súplica y en esa acción de gracias hoy, ¿verdad que sí? Hemos venido para eso, habéis venido para eso, y todos la hacemos nuestra.

+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada

Ordenaciones Sacerdotales
IV Domingo de Pascua, 17 de abril de 2016
Santa Iglesia Catedral de Granada

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