Homilía de Mons. Javier Martínez en la Pascua y Jubileo de los enfermos en el Año de la Misericordia, celebrados en la Catedral, con la Pastoral de la salud y Hospitalidad Granadina Nuestra Señora de Lourdes
Fecha: 01/05/2016
La lectura de los Hechos de los Hechos de los Apóstoles de hoy –sobre todo, la lectura del Apocalipsis- es como si continuara la frase final de los Hechos de los Apóstoles del domingo pasado: daban gloria a Dios porque habían abierto la puerta de la fe a los gentiles. En este primer Concilio, llamado Concilio de Jerusalén, en que se reúnen los apóstoles y toman una decisión con respecto a los gentiles, es la expresión de esa “puerta”: no os pedimos más que ciertas cosas, que son muy esenciales, que hieren mucho la sensibilidad de aquella primera comunidad compuesta fundamentalmente, prácticamente, sólo por judíos; (…). Es decir, el Concilio de Jerusalén abre la puerta a los gentiles.
El acontecimiento de Cristo Resucitado no es para un pueblo; es para todos los pueblos del mundo. Y ahí está esa ciudad preciosa que describe también el Apocalipsis de la semana pasada: que bajaba del cielo, adornada como una novia que se adorna para su esposo. Esa ciudad, que hoy dice la lectura de hoy, es toda ella de piedra preciosa. Y está abierta por todos los lados, porque, aunque edificada sobre el cimiento de los apóstoles, tiene tres puertas al norte, tres puertas al sur, a los cuatro puntos cardinales tres puertas a cada lado, una ciudad abierta por todas partes, para que todos los hombres puedan gozar en ella. Esa es nuestra ciudad, mis queridos hermanos, mis queridos amigos. Esa es la ciudad a la que pertenecemos. Esa es la nación a la que pertenecemos, como les gustaba tanto decir a los primeros cristianos: nosotros pertenecemos a una nación hecha de todas las naciones. Con qué gusto lo decían. En los pueblos antiguos, uno sólo tenía derechos dentro de su nación; uno sólo era enterrado si moría, en su propia patria, en su propia nación, en su propio pueblo. Y de repente, surge en el mundo, gracias a Cristo, un pueblo hecho de todos los pueblos, abierto por los cuatro costados, caracterizado –y esa es su belleza- porque en el centro de él está el Cordero sacrificado. La belleza de los templos, desde el principio, hasta de los más humildes (lo que nos queda de los templos antiguos. Algunos de ellos han sido destruidos en estos últimos años, en Mosul, cerca de Bagdad, Sergiópolis… iglesias antiquísimas, de los primeros siglos cristianos, construidas por las primeras comunidades cristianas. En el borde del desierto, cerca del desierto. Y sin embargo, había ya una belleza. Hay una de ellas –Sergiópolis- que toda la ciudad estaba construida –hasta los muros de la ciudad estaban construidos- de mica, de esa especie de piedra bastante blanda, pero que resplandece como un espejo al sol. ¿Para qué? Para que se viera la belleza –era la patria del patrono de Siria, de San Sergio (San Sergio y San Baco, los dos patronos de Siria, capitanes del Imperio romano, que se negaron a adorar al emperador y fueron decapitados allí en la frontera con Persia, y son dos mártires patronos). Y la ciudad que se construyó junto a sus tumbas era una ciudad que reflejaba, que quería conscientemente reflejar esa ciudad del Apocalipsis).
Nuestra Iglesia, hoy, en la que estamos celebrando esta Eucaristía, quiere ser un símbolo de esa ciudad que baja del Cielo, cuya belleza es el reflejo de la belleza de nuestra comunión, de nuestra comunión en Cristo, el centro sigue siendo el Cordero degollado. Nuestra luz, la luz de nuestras vidas, la luz de esa comunión, la luz de la Iglesia es el Cordero degollado. Y lo recordamos en cada Eucaristía. Y se nos da participar de la vida, de la luz: no necesitarán luz de lámpara, ni siquiera el sol, porque su lámpara es el cordero; no habrá duelo, ni llanto, ni luto, ni dolor porque el Señor mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos. Esa es la ciudad que ya ha empezado aquí, en la medida en que tenemos a Cristo CON nosotros, EN nosotros. Ya ha empezado aquí. Y esa es la ciudad cuya belleza, toda la belleza de este templo, es un pálido reflejo de la belleza de nuestro amor, cuando somos verdaderamente y vivimos como hijos de Dios. Y la belleza de ese amor no es más que un pálido reflejo de la comunión y del amor que marcarán la vida en el Cielo, que ya ha empezado aquí, porque ya tenemos lo más esencial del Cielo, que es a Nuestro Señor.
PASCUA Y JUBILEO DEL ENFERMO
Ahora, uno esto con el hecho de que
hoy estamos celebrando la Pascua del enfermo y el Jubileo del enfermo. Mis
queridos enfermos, y podría decir mis queridos todos, porque la enfermedad no
es algo que está ahí para unos pocos. Es verdad que hay personas que están
marcadas a lo mejor desde su nacimiento por el signo de la cruz, por el signo
del dolor o del sufrimiento, pero la enfermedad es patrimonio de todos, más
tarde, más temprano, de una manera o de otra. Y por lo tanto, forma parte de
nuestra condición humana, igual que el hecho de ser mortales forma parte de
nuestra condición humana. Y esa condición es la que es transformada por Cristo,
no porque nos haga desaparecer nuestra condición mortal, nos haga desaparecer la
enfermedad, como tenemos tendencia a pensar a veces, y hay que pedírselo al
Señor: “Señor, si es posible, que pase de mi este cáliz, líbrame de esta cruz”.
Pero que sepamos que el verdadero paso es tenerte a Ti, y que la enfermedad
tantas veces es una gracia de Dios que podemos experimentar y ver, en el
sentido de que a mi me recuerda que yo no soy el dueño de mi vida, y esa es la
verdad más importante de todas. Que mi vida pertenece a Otro, pertenece al
Señor, sólo que yo sé que ese a Quien pertenece mi vida es Amor, y nunca me va
a faltar. Y si soy cristiano, y he recibido su gracia, y participo de su
alianza, y soy hijo de esa ciudad celeste, Señor, te tengo a Ti, y teniéndote a
Ti, lo tengo todo. Poder vivir eso es una gracia de Dios, y tantas personas lo
han experimentado a lo largo de su vida. Pero la enfermedad es también una
gracia para las personas que están cerca de los enfermos, porque nos enseñan,
nos hacen posible amar un poquito como Dios nos ama.
A lo mejor me habéis oído contar esta anécdota muchas veces: una madre que había adoptado un hijo paralítico cerebral profundo, muy profundo. Al niño había que alimentarle con una pajita y era incapaz de andar, sigue siendo incapaz de andar. Tenía 16 años o así cuando yo le conocí. Iba en un carrito como de un niño pequeño. Y el día que yo le di a ese niño la Comunión y lo confirmé, me dijo su madre: “Es verdad que he pasado muchas malas noches y me he preguntado muchas veces por qué el Señor habría confiado este niño a mi. Pero también le tengo que decir que hay otras muchas noches que le doy unas gracias infinitas a Dios, porque este niño me ha enseñado lo que no podía enseñarme ni siquiera mi marido: a querer como Dios me quiere a mi”.
Cuando Juan Pablo II escribió su carta sobre la misericordia decía “en el intercambio de misericordia crecen los dos: crece el que recibe y crece el que da”. La enfermedad es una ocasión para vosotros de enseñarnos a todos que sólo Dios nos sostiene. Y es una ocasión para quienes están al lado vuestro de enseñarnos a todos que el objetivo único importante en la vida: que la vida es para aprender a querer y quien nos da la posibilidad de querer, de amar, de perdonar, de querer como Dios nos quiere, de no esperar nada a cambio está sembrando Cielo aquí en esta tierra nuestra.
Que el Señor nos dé comprender algo de esta belleza y vivirla, sobre todo vivirla, y que podamos comunicársela a las personas que tenemos cerca, a las personas que queremos. Vamos a proclamar la fe.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de mayo de 2016
S. I Catedral de Granada