Homilía en la Eucaristía de la Solemnidad de Pentecostés en la S.I Catedral, que se inició con la bendición con agua.
Fecha: 15/05/2016
Para expresarnos y para hacer efectivo ese don a nosotros de la vida del Hijo de Dios, para incorporarnos a su Humanidad, a su Cuerpo, tenía el grano de trigo que sembrarse en la tierra, morir para que naciera la espiga.
Hoy celebramos el nacimiento de la espiga y, si queréis, la cosecha de la espiga, porque son veinte siglos de frutos de ese don de la vida divina sembrada en nuestra historia; nuestra historia de pecado, nuestra historia de limitaciones y de pobreza, de pequeñeces, de guerras, de violencias de todas clases. En esa historia, Dios ha querido sembrarse y eso significa que el primer día en que esa siembra se hace pública –el día de Pentecostés- es la culminación de la obra redentora del Hijo de Dios. Es la culminación de la salvación que Dios comenzó en la elección de Abraham. Pero yo diría todavía más, es la culminación de la Creación. La Creación no fue terminada en los seis días de los que habla el Génesis. La Creación culmina justamente cuando Dios nos hace partícipes a los hombres de su vida divina. Y si lo pensáis, nosotros estamos hechos para esa vida. Estamos hechos para algo que no somos capaces de darnos a nosotros mismos. Nuestra felicidad, nuestra plenitud no la entendemos sólo como una prolongación de la vida de este mundo. Eso, la medicina, a lo mejor, podría prolongarnos, unos años más.
La fiesta de Pentecostés culmina, por lo tanto, la obra creadora, porque hay una continuidad entre la Creación de Dios y la Redención del hombre. Hay una misma historia, que no ha roto el pecado. El pecado la ha entorpecido, disturbado, pero lo que celebramos hoy es la victoria final, definitiva, del amor de Dios sobre el pecado y sus frutos en nuestra historia. Sus frutos, lo que la vida divina en nosotros hace posible una vida de santidad, una vida en esa libertad gloriosa de los hijos de Dios, que define nuestra nueva condición. Somos criaturas nuevas. Hemos sido creados de nuevo en Cristo. Como decía San Pablo, ya no hay judío, ni gentil; ni griego, ni bárbaro; ni esclavo, ni libre. Todas las fronteras que los hombres hemos puesto entre unos y otros han sido hechas saltar; no hay ni hombre, ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús.
El que está en Cristo es una criatura nueva. No significa que esas condiciones desaparezcan. En absoluto. Pero significa que ya no determinan nuestra identidad. Nuestra identidad está determinada por el amor infinito de Dios, que nos ha sido comunicado en Cristo; que permanece en la Iglesia. Desde entonces, como cumplimento de la Palabra del Señor: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y todos los Sacramentos de la Iglesia –el Bautismo, el perdón de los pecados, la Eucaristía, el matrimonio, el Orden Sacerdotal- son acciones de Cristo vivo en las que Cristo se comunica y se da a nosotros, siempre comunicándonos su vida. ¿Cuál es su vida? Su Espíritu de Hijo por el que Él ama al Padre y vive de la vida que el Padre le da. Y vive abandonado y confiado hasta en las dificultades más grandes, como la pasión y la muerte, apoyado en el Padre, abandonado en la voluntad del Padre. Y en ese abandono está nuestra plenitud como hombre, como está la plenitud del Hijo de Dios llevando hasta el final el designio de amor, revelando y comunicando un amor que es más fuerte que la muerte. Esa vida divina, que existe en nosotros; que permanece en nosotros; que nos ha sido dada por el Bautismo y por nuestra pertenencia a la Iglesia, por nuestra fe, que es fruto del Espíritu, no lo olvidéis: no es fruto de una decisión simplemente nuestra con nosotros mismos, por la que hemos venido a afirmar los artículos de fe del Credo; el Credo es el reconocimiento de un hecho del cual depende nuestra vida y nuestra esperanza. Pero nadie dice “Jesús es Señor”, que es el Credo resumido en una sola frase, si no es porque le ha sido dado el Espíritu Santo.
Mis queridos hermanos, hoy damos gracias por esa vida nueva. Hoy damos gracias porque ya no estamos condenados a la frustración, o al escepticismo, o al cinismo, que nacen de darnos cuenta que estamos hechos para el Infinito. Y sin embargo, no somos capaces de darnos el Infinito a nosotros mismos. Estamos hechos para una felicidad y para un amor sin límites, y no somos capaces de fabricar o de darnos a nosotros mismos ese amor sin límites. Pero ese amor sin límites nos ha sido dado. Y viene a nosotros como viene la lluvia a la tierra seca. Viene a nosotros como una medicina de vida, que restaura nuestras heridas y nos permite vivir en plenitud. Viene a nosotros con la certeza de una esperanza que no defrauda, que no es una utopía, que es la certeza en Cristo de que estamos destinados a la vida divina, inmortal, a participar para siempre de la vida de Dios, del amor infinito de Dios; de la sorpresa y la belleza de ese amor infinito del cual la belleza de este mundo y de las obras de los hombres, y de la belleza del amor de este mundo, y la verdad de todo amor en esta tierra no son más que participación, chispas, apuntes, atisbos de la belleza y de la verdad y de la sorpresa de ese amor infinito.
Hoy damos gracias. Por eso, porque se ha cumplido el designio de Dios, el designio de amor y de salvación para nosotros.
Señalo dos rasgos que las lecturas de hoy señalan como característicos de esa vida divina, de ese amor de Dios sembrado en nuestra vida. Una, el perdón de los pecados. El perdón está siempre accesible para nosotros. Ya no tenemos que convencer a Dios de que hemos obrado bien. No tenemos que presentar la cara más bonita que tenemos delante de Dios. No tenemos que conquistar su misericordia. Dicho en castellano diario y sencillo, no tenemos que dar la talla delante de Dios. Somos lo que somos, pero Tú eres Dios y Tú eres Amor, Tú eres Misericordia. Tú no te cansas de perdonar -como dice el Papa Francisco-, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Que el perdón sea la categoría fundamental de la experiencia humana cambia la vida, mis queridos hermanos. La cambia por completo. Y el perdón es simplemente, en este mundo de pecado, de pasiones, de muerte, de violencia, la forma única del amor. Hay un perdón para nosotros; hay un perdón entre nosotros. Siempre la palabra última la tiene el amor, es decir, la tiene el perdón.
Y la otra novedad es que todas las barreras –judío y gentil, griego y bárbaro, hombre culto y hombre inculto, sin formación, hombre rico y hombre pobre, hombre de tal nación o de tal otra nación-, todas esas barreras creadas por los hombres dejan de ser lo que determina nuestra vida. Somos hijos de Dios. Somos hijos del Reino. Somos hijos de la Luz, es decir, del amor infinito de Dios, y nuestro destino es Dios, nuestro destino es el Cielo, nuestro destino es la vida eterna. Y todo lo demás vale y es bueno en la medida en que nos acerca a Él. Y en es acercarse al Señor, las barreras van cayendo, una tras otra. Vuelvo a citar al Papa Francisco: los cristianos no hacemos muros –los muros los hace nuestra humanidad vieja-, los cristianos hacemos puentes, que nos unen a unos con otros.
Te damos gracias, Señor, por tu vida, y nos disponemos a recibirla una vez más en esta Eucaristía. Que el Señor haga florecer esa vida en todos vosotros, en vuestros seres queridos, en la Iglesia entera y en el mundo entero.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
16 de mayo de 2016, Solemnidad de
Pentecostés
S.A.I Catedral