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La viuda fenicia y el general sirio

IV Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Fecha: 31/01/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 621, 6-7



    Hacia el final de su carta a los Romanos, y entre otras palabras de consuelo y exhortación, dice San Pablo. “Pues todo lo que está escrito en el pasado, se escribió para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza.” Hermosas palabras que deberían animarnos a conocer y amar cada día más esas Escrituras que han sido escritas para edificación nuestra.

    Pero si hemos traído aquí estas palabras de San Pablo no es sólo por lo que tienen de estímulo, sino para explicar unas alusiones de Jesús en el evangelio de la Misa de Hoy. En él se narra el final de la predicación de Jesús en Nazaret, y las reacciones de sus compatriotas ante su negación de hacer allí los milagros que había hecho en Cafarnaum. La escena aparece como un símbolo de lo que había de ser la trayectoria de la predicación de Jesús que no figuran en los relatos paralelos de otros dos evangelios; es decir: los de San Mateo y San Marcos; esas palabras son precisamente las que nos interesan.

    Para justificar su negación, Jesús se sirve de dos ejemplos tomados de la vida de dos grandes profetas del Antiguo Testamento. El primero se refiere a la historia de Elías, que se narra en el Libro primero de los Reyes: con motivo de una gran sequía que se abatió sobre Israel como castigo del establecimiento del culto de Baal, el profeta se dirige al torrente Kerit, al este del Jordán; más tarde, al secarse el torrente, se va a la región de Sidón (fuera ya del territorio de Israel), y allí recompensa la caridad que una viuda le hace dándole a beber agua, multiplicando el pan y el aceite que le quedaban para mientras durase la sequía. La historia de Eliseo es algo diferente: estando leproso Naamán, general del ejército sirio, supo de una sierva israelita que había un profeta en Israel, y que podría curarle de su enfermedad. Después de algunas peripecias, Naamán se presenta por fin a Eliseo, que efectivamente le deja limpio de su lepra.

    Jesús no necesita contar por menudo los relatos; sus oyentes los conocen suficientemente bien. Pero estas dos alusiones a los profetas -hombres, por tanto que obraban bajo inspiración de Dios-, le sirven admirablemente para explicar lo que él quiere decir: que la acción de un enviado a Dios puede redundar en servicio de extraños, y no de los propios familiares o conocidos, porque Dios es libre y nadie puede alegar derecho alguno ante El. Si Jesús no se queda a hacer milagros en su patria es, en primer lugar, por su falta de fe; pero además porque la misión a que Dios le ha enviado es otra; el ejemplo de los profetas prueba que los beneficios de Dios siguen a veces caminos más insospechados que los que una lógica humana exigiría.

    Es el hecho de que Jesús recurra a dos ejemplos de los profetas para exponer un pensamiento de los profetas que exponer un pensamiento, lo que ilustra el consejo de San Pablo que citábamos al principio: las Escrituras no sólo contienen enseñanzas para los hombres del tiempo en que se escribieron, nosotros también, si las leemos con atención, tenemos allí una fuente de sabrosa experiencia en el conocimiento de Dios, de paciencia y de consuelo. En definitiva, Jesús no hace aquí sino lo que según sus propias palabras, debe hacer todo buen escriba que se hace discípulo del Reino de Dios: igual que el dueño de una casa debe saber sacar de su arcas lo nuevo y lo viejo.


F. Javier Martínez

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