Homilía en la Eucaristía jubilar de la Misericordia en la Catedral para la personas que colaboran y trabajan con instituciones de caridad.
Fecha: 29/05/2016
Queridísima Iglesia del Señor,
Pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo;
queridos sacerdotes;
amigos todos:
Aunque nosotros hemos celebrado, como es tradicional, el día del Corpus en Granada el jueves, la inmensa mayoría de la Iglesia lo celebra en este día y nosotros nos unimos a esa celebración de la Iglesia también. El día del Corpus tiene justamente, con el día del Jueves Santo o el día que se hace la colecta para Manos Unidas, un significado especial, como se le suele llamar el Día Nacional de Caridad (lo de “nacional” sobra). Es un día para recordarnos que la vida cristiana es caridad. Que lo que hemos recibido gratis, que es todo, es para darlo, y para darlo gratis; para poner en juego nuestra vida, nuestros dones, nuestras capacidades al servicio del bien de los demás. Para ponerlo, de una manera generosa, gratuita, porque eso es el amor: un exceso sobre la justicia, un algo que no es necesario pero sin lo cual, sin embargo, la vida humana se hace insoportable; que refleja el misterio de nuestro ser y que refleja también lo que significa para nuestro ser y para nuestra vida la Redención de Cristo: hacernos posible justamente ese exceso, habiendo recibido ese exceso absolutamente inmerecido, que es, no sólo la vida de este mundo, que ya es una gracia de Dios, que nadie hemos hecho méritos para tener, sino la Redención de Cristo, la participación de la vida divina y la herencia del Cielo, que jamás nadie podríamos merecer.
En esta ocasión, en este Año especial de la Misericordia, en este día de hoy, hacemos además, en la Catedral, uno de los templos jubilares, el Jubileo de la caridad. De algún modo, todas aquellas personas que ejercen, que dedican su tiempo, que ayudan en esa misión de toda la Iglesia de ser un regalo gratuito para nuestros hermanos; de hacer de nuestra vida un regalo como el que nosotros hemos recibido de Dios, se celebra especialmente su memoria, la súplica por ellos y esperamos recibir el Jubileo en esta celebración. Por lo tanto, es una celebración jubilar.
Dejadme, sin embargo, contaros una anécdota sucedida ayer mismo por la noche, cuando yo regresaba a mi casa, que pone un poquito de manifiesto hasta qué punto la categoría de la misericordia o del perdón, y hasta del amor, puede ser una categoría extraña en nuestro contexto cultural. Me llamaba una persona a la que llevo años acompañando y ayudando en su vida y haciendo un camino lento, porque en su vida y desde su infancia arrastra muchas heridas, y en un momento de la pequeña conversación me dice: “Es que, para mi, la idea de la misericordia es ofensiva. Me resulta como humillante”. Estuvimos hablando un poco. Yo le preguntaba que me explicase un poco más. “Es que la idea de recibir algo que yo no me lo he ganado se me hace difícil”. Y yo le explicaba precisamente eso, contando con una anécdota muy sencilla, y es que en una época cuando el fumar era una cosa muy cotidiana y normal, y hasta en las universidades, en las clases, el profesor fumaba, y los alumnos fumaban también… quiero decir, cuando yo era joven, yo recuerdo que en España era normal que si alguien sacaba el paquete de cigarrillos, repartía a todos los que había. Cuando yo fui enviado a América, había compañeros míos y algún profesor también que fumaban. Yo sacaba el paquete de cigarrillos y les extrañaba el ofrecerles cigarrillos. Cómo extrañaba el que alguien si iban unos cuantos compañeros a comer, no invitase a una ronda, a comer… Cada uno tenía que pagarse lo suyo. Y me solían decir: “No es bueno deberle nada a nadie”. Me daban eso como razón.
Yo creo que en la historia de la chica a la que me estoy refiriendo ese factor estaba. Uno tiene que ganárselo todo. Había también un factor educativo en su historia: ese tipo de padres que ponen a los niños siempre una meta y que cuando no llegan a esa meta les machacan un poquito y les están siempre exigiendo dar la talla, tienen que dar la talla en las notas, tienen que dar la talla en la vida académica, tienen que dar la talla en la educación, tienen que dar la talla en todo. Tan acostumbrados están a dar la talla que piensan que somos nosotros los que tenemos que hacer nuestra felicidad y que Dios no nos puede querer cuando no damos la talla.
Desgraciadamente, esa mentalidad es profundamente pagana y tiene muy poquito que ver con el cristianismo, que es, ante todo, la experiencia de que la gracia de Dios es desbordante, de que Dios es amor, de que todo lo que hay y todo lo que somos cada uno de nosotros… –porque está muy bien lo que dice la ideología liberal cuando habla de que somos nuestros méritos los que justifican las diferencias sociales, incluso el estatus social, porque todos han tenido las mismas oportunidades para hacer de su vida una vida exitosa y una vida de triunfador-. Primero, no es verdad. Eso es obvio que no es verdad. No es lo mismo nacer en una familia de músicos que nacer en una familia donde todo lo que hay es violencia, todo lo que hay es miseria. Claro que hay genios y hay santos que, naciendo en esos ambientes, han florecido sus vidas. Pero no es lo humano.
En todo caso, en su raíz más profunda, lo que somos no es nunca fruto de nuestro esfuerzo ni de nuestros méritos. Porque, incluso, si yo he conseguido con algunas cualidades que Dios me ha dado una posición social, o unos conocimientos o unas actitudes para determinado de trabajo o de arte, quien me ha dado esas actitudes es Dios. Yo soy un don de Dios para mi mismo. Por lo tanto, la lengua que hablamos la hemos recibido. Todo lo que somos lo hemos recibido. Las ideas que tenemos, las categorías desde las cuales vemos las cosas y juzgamos las cosas y las comprendemos… todo eso lo hemos recibido en un cierto ambiente comunitario, cristiano, pagano, secular, cristiano a media, como queráis, pero siempre es recibido. Y radicalmente somos don. Los padres, muchos padres que no son casi creyentes y traen a sus hijos a la Iglesia para el Bautismo… –un niño concebido a veces en una noche de borrachera, me decía un párroco hace muchos años, pero vienen porque ellos saben que no han hecho a ese niño; ese niño es algo que les ha sucedido, que les viene de otra parte, y a lo mejor no saben nombrar esa otra parte. Esa otra parte es Dios-.
Miremos a donde miremos somos don de Dios. Y como somos imagen suya, estamos hechos para el don. Y sólo cuando la vida se percibe como don, como intercambio de dones, como gratuidad, como vivir en ese exceso, el amor es siempre un exceso y el amor en este mundo es siempre misericordia. No se ama a una persona hasta que no se es capaz de amar sus límites, sus mediocridades, sus torpezas, hasta sus defectos y, si queréis, hasta sus pecados, hasta las ofensas que esa persona me puede hacer. Un amor sólido, de verdad, es así. Es verdad que estamos acostumbrados a entender el amor de otra manera. Yo le explicaba a esta persona: Hollywood nos ha enseñado que el amor es otra cosa, el amor es cómo los demás satisfacen mis carencias, pero eso, en la tradición cristiana, no se llama amor; eso es una forma muy sutil, a veces muy sutil a veces muy burda, de egoísmo. Los demás están para hacerme a mí feliz y cuántas personas se acercan al matrimonio pensando que el otro tiene la obligación de hacerme a mi feliz, pero yo vivo en mí mismo, limitado a los límites de mi epidermis, sencillamente viendo a los otros en función de mí mismo, incapaces de salir de nosotros mismos. Vivimos en esa cultura y, a veces, hemos sido educados así: todo hay que merecerlo, todo hay que conquistarlo, todo hay que comprarlo. También uno de estos días le decía yo a una madre con dos hijos pequeños: enséñale a tus hijos que las cosas más importantes de la vida son las que no se pueden comprar y eso se lo puedes enseñar desde ya; que no todo se compra y las cosas importantes nunca se compran: se encuentran, se dan, se reciben y se reciben gratuitamente.
Mis queridos hermanos, ojalá la festividad del Corpus, como la festividad del Jueves Santo, como las lecturas de tantos pasajes del Evangelio, nos descubran justamente que el secreto último de la realidad es un amor incondicional; y que el secreto último de nuestra vida humana, hasta de la posibilidad de una polis, de una ciudad, de una sociedad verdaderamente humana es una sociedad donde uno es capaz de salir de sí mismo, donde uno es capaz de desear el bien de los demás, hasta de sacrificarse por el bien de los demás y hasta de amar los defectos de los demás, porque se ama a la persona tal como es, tal como Dios nos ama a nosotros, tal como somos. Que no quiere decir que me den igual sus defectos. A Dios no le dan igual nuestros defectos. Dios quiere que seamos lo más bellos posible. Pero no nos ama, tampoco los buenos padres aman a sus hijos, sólo cuando no tienen defectos. Los aman tal como son porque son sus hijos. Así nos ama Dios. Tal como somos, porque somos sus hijos.
Que el Señor nos enseñe un poquito a abrir nuestra mente y nuestro corazón a este concepto de amor, a esta experiencia de amor, que es la única que hace la vida digna de ser vivida, bonita, bella, libre. El ser cristianos nos permite disfrutar la vida verdaderamente, porque nos permite vivir sabiendo que la categoría última que lo cubre todo, que lo baña todo, que lo abarca todo y que nos abraza a todos es el amor infinito del Padre, que ha entregado a su Hijo por nosotros.
Que así sea para vosotros, para vuestras familias. Que así sea para nuestra Iglesia, para todos los hombres. Ojalá. Profesamos la fe.
Palabras finales antes de la bendición final en la Eucaristía
Antes de daros la bendición, desearos a todos un bellísimo día del Corpus, unidos al resto de la Iglesia, y que la vida pueda estar llena de ese amor que el Señor siembra, una y otra vez, mediante la comunión en nuestras vidas y en nuestros corazones.
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Javier Martínez
Arzobispo de Granada
29 de mayo de 2016
S.A.I Catedral
Solemnidad Corpus Christi