Homilía en la Eucaristía en el X Domingo del Tiempo Ordinario, en la que se celebró el Jubileo en el Año de la Misericordia de la parroquia de Atarfe.
Fecha: 05/06/2016
Queridísima
Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo; queridos
sacerdotes concelebrantes;
miembros del Coro Rociero “Alba”;
fieles de Atarfe;
amigos todos:
Los signos que el Señor hace en el
Evangelio, los milagros que el Señor hace en el Evangelio, el evangelista San
Juan los llama eso, precisamente: signos. Signos que ayudaban a los discípulos
a sostener la fe en el Señor, a darse cuenta de que en Él actuaba el poder de
Dios y de que en Él podíamos poner la esperanza de la salvación.
Especialmente las resurrecciones que
Jesús hace, la de la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naín, que acabamos
de escuchar, o la resurrección de Lázaro. No son esas resurrecciones como la de
Jesús. Jesús ha triunfado sobre la muerte. Jesús vive, y vive para siempre, y
vive en la gloria de su Padre, que será nuestra herencia, y con su cuerpo;
mientras que Lázaro y el hijo de la viuda volvieron a esta vida y terminarían
cogiendo una bronquitis o una pulmonía, llegado su momento pasaron por la
condición humana que es la muerte.
Pero Jesús nos estaba revelando algo
muy grande en esos signos. Primero, que donde está Él siempre hay bien para la
vida, pero más importante todavía, que Él es el Señor de la vida y de la
muerte. Y eso significa algunas cosas que son muy trascendentes y muy
importantes para nosotros.
Primero, la más importante de todas:
que el amor con el que el Señor nos ama, el amor con el que nos ha llamado a
esta vida y nos ha creado y nos sostiene en este mismo momento, en la vida y en
el ser, es un amor más grande y más fuerte que la muerte, y eso significa que
nuestro destino es el Cielo. Y los milagros, los signos que Jesús hizo en su
vida, apuntaban siempre a eso, apuntaban siempre a ese amor más grande y más
fuerte que la muerte y a que el destino de nuestra vida está en la compañía del
Señor. La felicidad y la plenitud de nuestra vida están en la compañía del Señor.
No hemos nacido simplemente para
nacer, crecer, trabajar, ganar dinero, multiplicarnos, envejecer, morir y que
nos recuerden un poco nuestros familiares más cercanos. No. Hemos nacido para
el Cielo.
Y si os fijáis, en todas las cosas
bonitas que disfrutamos, especialmente la amistad o del afecto, el amor en la
vida, en todas vemos como una promesa del Paraíso. Luego, esas cosas no son el Paraíso.
Sí que son un poco de anticipo, de aperitivo, de pregusto, de lo que es el Paraíso
para el que estamos hechos. Estamos hechos para el Paraíso. Y el Paraíso no es
simplemente un sitio bonito. El Paraíso es Dios. Dios es el Paraíso. Nos
hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón anda inquieto hasta que descanse en
Ti.
La primera enseñanza de un signo
como el de la resurrección del hijo de la viuda de Naín es el abrirnos el
horizonte al Paraíso. El Paraíso existe. El Paraíso nos aguarda. El Señor nos
aguarda. Y hasta cuando morimos caemos, venimos a caer en los brazos del Señor,
no tenemos nada que temer. La muerte ha perdido su fuerza de aterrorizarnos, ha
perdido su aguijón. La muerte no es más que un episodio doloroso porque lo
vivimos en un mundo de pecado, y la muerte es oscura y no es transparente para
nosotros, como consecuencia del pecado, pero es pasar de esta pobre vida de
lucha y de combate de la tierra de las zarzas y las espigas a pasar a la vida
en Dios, que es nuestra casa, que es nuestro hogar, que es nuestra fuente y
nuestra plenitud, a la gloriosa herencia que el Hijo nos ha obtenido con su Sangre.
Otra enseñanza de este Evangelio
también importante es que hay un mal más grande que la muerte y es el pecado.
En un mundo nihilista cuando no hay ninguna esperanza para los hombres que no
tienen fe, para las personas que no tienen fe y para una cultura en la que
todos vivimos y respiramos en la que no hay fe, la muerte es el mal más grande,
es como el mal último. Mientras que un signo de la fe cristiana, primero es que
se afronta la muerte con bastante naturalidad. No digo que sin miedo. Ha habido
santos de todas clases, ha habido santos que han muerto cantando al Señor y ha
habido santos que han muerto con mucho miedo porque el Señor les hacía pasar
por esa oscuridad parecida a la que el Señor pasó en Getsemaní; pero todos con
la conciencia de que la muerte no es el mal más grande porque vamos a caer en
los brazos de Dios. ¿Cuál es el mal más grande? Vivir sin Dios. Ese es el mal
más grande. Perdernos el amor de Dios. Perdernos la experiencia de que el Señor
nos acompaña, de que el Señor se ha unido a nosotros por el Bautismo y se ha
hecho una cosa con nosotros, de que el Señor nos quiere siempre.
Venís los de la parroquia de Atarfe,
y todos podéis recibir el Jubileo en esta celebración en el Año de la
Misericordia. El Señor y su Misericordia y su abrazo no nos faltan nunca, y es
completamente distinto vivir sabiendo que uno está sostenido permanentemente
por ese abrazo misericordioso del Señor, que nunca se cansa como dice el Papa:
“El Señor no se cansa de perdonarnos, somos nosotros los que nos cansamos de
pedir perdón”, los que pensamos que no nos puede perdonar y le damos así
importancia a nosotros mismos. “Mis pecados son tan grandes que no los puede
perdonar Dios”. No. El amor de Dios es infinitamente más grande que el más
grande de nuestros pecados. Y el amor de Dios y su misericordia están siempre
aguardando el retorno del hijo pródigo y aguardando para correr a abrazarle, y
aguardando para devolverle la vida y la dignidad que él se creía que ya no
merecía; no la merecía, pero la misericordia del Señor es infinita.
Poder darnos cuenta que el perder a
Dios, que el perder la experiencia de que somos queridos con un amor sin
límites y sin condiciones es el bien más grande, y que perderse ese bien es
peor que morir, porque quien tiene que vivir sin esperanza tiene que vivir
todos los días como en un infierno, u olvidándose siempre del mal que hay,
olvidándose siempre de que tengo a una madre enferma o que ha habido una ruptura
en mi familia y en mi matrimonio, que es una herida y que no deja de supurar porque
no está ni curada, sino que está infectada y envenenada. Sólo cuando uno conoce
el amor incondicional de Dios en Jesucristo, Señor de la vida y de la muerte,
uno puede con todas sus heridas, con todas sus llagas, con toda su pus si
queréis, echarse en sus brazos y ser regenerado como si fuera el primer día de
la Creación, como si fuera el comienzo de una historia nueva, la mañana de
Pascua, esa luz de un amor al que no le echa para atrás ninguna de nuestras miserias
y que no vence, que no se deja vencer, mejor dicho, por ninguna de nuestras
oscuridades.
Vamos a darLe gracias al Señor por
haber conocido a su Hijo Jesucristo y por poder vivir como hijos de Dios. Y
dejarme, puesto que estáis aquí los rocieros, contar una anécdota relativa al
Rocío. Que a veces las personas piensan que el Rocío es sobre todo folclore. Os
cuento esta anécdota: esto era un hombre joven, alejado de Dios y de la Iglesia
y de todo. Tenía un negocio. Le iba mal en los negocios y le iba mal en su
matrimonio. No tenían hijos, pero quizá porque proyectaba sobre el matrimonio
las dificultades del negocio. El caso es que prácticamente él había decidido
separarse y decidió invitar a su mujer a irse un fin de semana a la playa de la
Antilla para explicarle que iban a romper, que iban a separarse. Entonces, se
lo explicó el domingo a mediodía cuando estaban para volverse, en la comida, y
los dos con una cara muy seria, muy seria, cogimos el coche y nos volvíamos
para Andalucía Oriental. De repente, en una esquina, en un cruce en la
carretera ponía “A la Virgen del Rocío”. Me decía él: “Dios mío, yo no sé lo
que me pasó, pegué un volantazo. Yo nunca había sido ni rociero, ni hombre de
Iglesia ni ná de ná, pero pegué un volantazo y tiré para la ermita. Sin
decirnos ni pío mi mujer y yo, íbamos los dos callados y los dos con una cara
de palo del berrinche que le había dado yo a mi mujer y aunque no quería yo
ceder… Aparcamos allí al lado de la ermita. Entramos los dos también sin
hablarnos, nos arrodillamos en un banco, y al minuto yo estaba llorando como
una magdalena y mi mujer estaba llorando como una magdalena, y dos minutos más
tarde, nos abrazamos allí en la ermita y yo le dije: ‘Que no nos separamos, que
no’, y ahí estuvimos un rato delante de la Virgen y ‘tenemos dos niñas
preciosas’”. Y me decía él: “Si he encontrado la vida. Mi negocio sigue yendo
mal pero mi familia es preciosa, como para no ser rociero”. Que la Virgen tiene
mil caminos, mil caminos.
Cuántas veces cuenta el Papa la
historia del sacerdote que tenía que confesar a un militar (en una novela) y el
militar no se arrepentía de las cosas que había hecho, y el cura no sabía, se
le estaba muriendo a chorros delante, dice: que se muere sin poder perdonarle
los pecados, y ya le pregunta el sacerdote: “Bueno, ¿por lo menos se arrepiente
usted de no estar arrepentido? Y el hombre le dice: “Ay, sí, padre, de eso sí”.
“Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre…”. Lo pone el Papa como
ejemplo. Ese es Dios. No el Dios pequeño y mezquino que nos hemos hecho a veces
a la medida de la pequeñez de nuestro corazón. A Dios le basta la grieta más
pequeña para colarse. El cartelito en la carretera que ponía “Virgen del Rocío”,
mira tú, para salvar un matrimonio. Bendito sea Dios.
Señor, ¡cuántas gracias de haberte
conocido! Por el camino que Tú sabes, de la manera que sea, a través de
nuestros padres, de un compañero de trabajo o de un compañero de colegio o de
la universidad, a través de una comunidad religiosa, a través de un sacerdote
bueno que supo acompañarnos en un momento en la vida. Cuántas gracias por ser
hijos tuyos, por saber que lo somos. Todos los hombres lo son, pero el tesoro
de saberlo no tiene precio, sencillamente no tiene precio.
Gracias Señor, y no nos abandones
nunca.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.A.I
Catedral
5 de junio de 2016