Homilía de Mons. Javier Martínez en el XII Domingo del Tiempo Ordinario en la S.A.I Catedral.
Fecha: 19/06/2016
Queridísima
Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios y Esposa amada de nuestro Señor
Jesucristo;
queridos sacerdotes que me acompañáis;
queridas Hermanitas del Cordero;
y amigos todos:
Para que las lecturas de hoy nos
digan algo, yo quisiera comenzar con una pregunta que nos podemos hacer cada
uno en nuestra vida: ¿Qué es lo que deseamos?, ¿qué cosas o qué realidades son
las que busca nuestro corazón?, ¿qué es lo que nos quita la paz? (y a veces,
nos puede quitar también el sueño, y nos puede quitar la salud, y en algunos
casos hasta la vida. Me acordaba yo esta mañana, hablando con alguien, de un
estudiante que era estudiante de música y vivía en la misma residencia de
estudiantes en la que yo vivía durante unos años, y suspendió un examen de un
instrumento musical y al día siguiente se quitó la vida. No sé si lo suspendió
o no sacó la nota que él quería). Eso responde a una frase de Jesús en el
Evangelio: “Donde está tu tesoro, está también tu corazón”. Y el tesoro es
justo aquello que buscamos, que deseamos. Le podemos dar un nombre muy abstracto,
muy poco concreto, que luego se particulariza y se concreta en cada una de
nuestras historias, de nuestras vidas de una forma muy diferente: es felicidad.
Todos buscamos la felicidad. Todos nos movemos por el anhelo, el deseo y el
afecto a esa felicidad que intuimos que es la plenitud de nuestra vida.
¿Dónde ponemos la felicidad? Seguramente,
a veces, en cosas muy pequeñas, el muchacho éste, que era un chico de 22 ó 23
años, ciertamente lo había puesto en ser el mejor instrumentista de ese
instrumento. No lo fue y decidió que su vida no merecía la pena. Uno se da
cuenta de que es un grave error, de que el corazón estaba puesto en un tesoro
que no es el tesoro que llena la vida. Cuántas veces el tesoro es nuestra
carrera. El hacer una carrera brillante. Otras veces, el ser reconocido por los
demás y que los demás te aprecien. Los que son cazadores suelen contar mucho cómo
los cazadores suelen presumir después de un día de caza lo que han cogido (los
pescadores creo que también). Qué ansiedad nos crea, a veces, el tener el
último modelo de impresora o el último modelo de IPhone o el último modelo de
Tablet. Y cuántas cosas sacrificamos, bellas de la vida, a esas cosas que, no
tenerlas, nos genera ansiedad.
Todo ello expresa un algo
profundamente humano y que en su profundidad humana es justo: el anhelo de una
felicidad sin límites, de una felicidad que no cansa y que no dé resaca, de una
felicidad que llene y sosiegue realmente el corazón, que sea incondicional, que
no se acabe, que no esté condicionada a que yo la haya merecido y la haya
conseguido, porque, a medida que somos adultos y desde que empezamos a tener
uso de razón, nos damos cuenta de que normalmente no merecemos la felicidad que
anhelamos, porque nosotros mismos a veces nos cortamos las alas o nos hemos hecho
indignos de ella o hemos destruido la belleza que teníamos en nuestras manos
queriendo poseerla o poseyéndola o manipulándola de algún modo.
¿Y esto qué tiene que ver con las
lecturas de hoy? Tiene que ver todo. Cuando Jesús le preguntaba a sus
discípulos “¿Quién decís que soy yo?”, esa pregunta a lo mejor los hombres de
nuestro tiempo no se la hacen. El judaísmo vivía en la expectación del Mesías,
pero nuestro mundo vive en otras expectaciones. Nosotros mismo, cristianos,
muchas veces vivimos con otras expectaciones y algunas son muy legítimas: ser
feliz en el matrimonio, ser feliz en la familia, ser feliz… No sólo cosas buenas
o cosas extraordinariamente buenas. Cosas que Dios ha puesto para que nos
encaminemos y aprendamos a salir de nosotros mismos y a encaminarnos hacia esa
felicidad que en último término es Él y solo Él. Pero no en contraposición a las
demás cosas porque Él no está en contraposición a nada porque todas las cosas
bellas y buenas que existen en el mundo participan del Ser de Dios, y viven y
existen en Dios.
Lo que me importa es la respuesta de
Jesús, cuando le dice a Pedro: Es verdad que es el Mesías. Porque el Mesías no
significaba solamente un rey, un rey mundano, un rey que iba a liberar a Israel
del Impero Romano. El Mesías significa el Prometido a nuestros padres, el
anunciado por los profetas. Traducido a nuestro lenguaje, tomar en serio ese
Evangelio es decir Cristo es la plenitud de nuestro corazón, y ser cristianos
consiste, no digo que en ser coherentes con eso, porque eso nos llevará a la
vida eterna, pero sí el saber que eso es verdad. Jesucristo, en quien habita
corporalmente la plenitud de la divinidad -y por eso, porque habita en Él
corporalmente la plenitud de la divinidad, porque es Dios-, Él es el único que
puede dar sosiego, plenitud, paz, perdón, misericordia, ternura, alivio en la
fatiga, saciar nuestra sed, colmar nuestras esperanzas, llenar nuestro corazón.
Eso introduce unas transformaciones
tremendas en nuestra vida. Acoger a Cristo como Aquél que es la fuente y la plenitud
de todo. La fuente y la plenitud de vuestros matrimonios. La fuente y la
plenitud del amor a vuestros hijos, de vuestra vida familiar. La fuente y la
plenitud del gozo que da un trabajo bien hecho, o del gozo que da cumplir una
etapa en la vida o haber terminado la carrera, por ejemplo, o haber terminado
un curso; o el gozo que dan los amigos, el gozo que da una bella comida o un
buen vaso de vino en un momento determinado. Todo. Todo lo que es bello y que
puede ser bueno en la vida, todo eso viene del Señor. Y el Señor es la plenitud
de todo eso. Y sólo cuando están las cosas puestas en orden. Hay un mandamiento
que manda amar a los padres, pero sólo cuando se ama a Cristo más que a los
padres el amor a los padres es bueno. Si Cristo desaparece del horizonte, las
relaciones entre padres e hijos empiezan a ser posesivas. Los padres porque ‘yo
tenía tales ilusiones de que mi hijo fuera tal o mi hijo fuera cual’, y el hijo
no quiere aquello para nada en el mundo y vive agobiado porque los padres se
han empeñado en que sea esto o lo otro. Los hijos, porque se sienten atraídos
por mil cosas, como si vivieran en un mundo distinto, las relaciones, o se
hacen posesivas o se rompen; y a veces las dos cosas, a veces se rompen porque se
han hecho posesivas. Pero cuando falta la perspectiva de Dios en nuestras
relaciones, hasta esas relaciones que parecen tan sagradas se rompen. Y empiezo
por la de los padres. Pero es igual la de los esposos. Y cuidado, me habéis
oído algunas veces decir que Dios ha puesto atractivo entre el hombre y la
mujer, y una diferencia para que siempre sea una relación misteriosamente
atractiva y misteriosamente bella, y sin embargo ni siquiera esa relación
permanece en cuanto falta la referencia, la vida, la gracia de Cristo.
En la primera lectura decía el
profeta Zacarías en una que no me voy a detener explicar, pero después de un
desastre muy grande: “De Jerusalén brotará una fuente que saciará toda su sed”.
Esa fuente es Cristo. Mis queridos hermanos, busquemos a Cristo. Busquemos a
Cristo porque nos importa nuestra vida; no porque nos importa Cristo, si
queréis inicialmente, nos importan las cosas de nuestra vida. Nos importa vivir
contentos. Nos importa tener gusto en las cosas de la vida. Nos importa poder
vivir la vida como una aventura y no como una carga de la que uno tiene que
librarse y estar como huyendo permanentemente de ella. No. Nos importa tener
paz y ser dueño de las obras que hacemos y no que la vida nos viva como si nos arrastrara.
Por eso necesitamos a Cristo. Por eso necesitamos la fuerza de Dios, que habita
en plenitud en Cristo y que Cristo nos comunica; nos comunica por el Bautismo,
nos comunica en la comunicación de la Iglesia, nos comunica en la Eucaristía.
Señor, ven a nosotros para que tu
luz ilumine las partes oscuras de nuestra vida, para que tu luz ilumine
nuestros deseos, nuestros pensamientos, nuestras acciones, pero nuestros
deseos, nuestra imaginación.
Ven a nuestra vida para que tu Fuerza
nos dé la fuerza allí donde nosotros, tan frágiles tan pobres, no somos capaces
de hacerlo; nos damos cuenta cuál es el bien, pero no somos capaces de hacerlo.
En la oración de la semana pasada le pedíamos al Señor cumplir sus mandamientos.
No los podemos cumplir con nuestra fuerza de voluntad, los cumplimos por su
gracia. Qué preciosa oración, Señor, y agradarte con nuestras acciones y
nuestros deseos.
Señor, ven a nosotros, para que
podamos caminar la vida como un camino hacia esa plenitud, que eres Tú. Libres
del temor del futuro. Libres del temor de las circunstancias. Libres del temor
de la muerte. Libres porque somos vida tuya, hijos tuyos a quien Tú nos has
adoptado, nos has dado Tu Vida y comunicado Tu Vida, por puro amor, por pura
gracia. Qué bello, qué regalo, qué tremendo es este don.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
19 de junio
de 2016
Santa Iglesia Catedral de Granada