Fecha: 14/07/2016. Publicado en: Blog Ciudad de Dios y de los hombres (Materiales nº 6), en www.arzobispodegranada.es/blog.
Un día, hace años y creo que cerca de unas elecciones, en una convivencia de familias jóvenes, uno de los maridos me preguntó: "¿Cuál es su credo político?". Recuerdo que le dije que la palabra "credo" me parecía algo fuerte para una realidad tan prosaica y tan de bajo nivel como la política, aunque ese comentario no era justo. La política real, tal como funciona y como es, puede estar muy corrompida, y hasta ser una forma de telebasura; puede ser algo que no tiene ningún misterio, porque las pasiones humanas no tienen ningún misterio; pero eso no es la política como podría o como debería ser. La política, en efecto, en cuanto acción supremamente humana, como el amor o como la familia, o como el trabajo y el comercio, pueden estar guiados sólo por ciertas pasiones, pero entonces se terminan destruyendo a sí mismos. Para no destruirse necesitan un horizonte grande, que tiene que ver con el destino del hombre, que es, en definitiva, religioso. Ese horizonte está siempre ahí, aunque se desprecie. Porque quien no cree en Dios cree en el mercado o en cualquier otro ídolo que, como pasa siempre con los ídolos, termina devorándole. Bernanos escribía en algún sitio que los políticos que se burlan de la moral debieran recordar que viven, literalmente, de la moral de los demás.
Mi interlocutor tenía razón, pues, y
la palabra credo es la apropiada. Toda política, como toda acción
verdaderamente humana, se apoya en un credo. Nace de un credo. La cuestión
decisiva, entonces, es la de saber si el credo que sostiene la política que
hacemos o que sufrimos —porque TODOS la hacemos y todos la sufrimos— es un
credo con alguna garantía de verdad, si es fiable y hasta qué punto, y cuáles
son sus credenciales. No vamos a entrar aquí en eso, porque nos obligaría a
desmontar la mitología de la modernidad, y eso es una labor ardua y prolongada
(que hay que hacer, que es muy urgente hacer, pero que no puede hacerse hoy
aquí). Con respecto a la fe cristiana, lo de un "credo" es importante
entenderlo bien. No se trata de unas ideas o de unos sueños sobre cómo tendría
que ser y cómo tendría que regirse una sociedad. Eso es lo que la mayoría de la
gente entiende por "credo": la formulación de unas
"creencias", y las creencias, como los "valores", tienden a
ser vistos como el fruto de una elección subjetiva, como el resultado de una
preferencia. Lo que tiene el mismo valor, más o menos, que el ser hincha del
Betis o del Real Madrid o del Barça.
Sí, la política tiene que ver con la
fe, pero no hay que olvidar que la fe cristiana es la adhesión a un
acontecimiento que se hace presente y se evidencia a sí mismo en la vida de un
pueblo, que es la Iglesia. Es adhesión a Cristo en la Iglesia. En este sentido,
la fe cristiana es una experiencia histórica, en todos los sentidos de la
palabra "histórica": en cuanto adhesión a un acontecimiento que tuvo
lugar en un momento del tiempo ("bajo Poncio Pilato"), aunque abraza
en sí todos los tiempos, y en cuanto acontecimiento presente, en cuanto
experiencia de Cristo vivo en la Iglesia, que cambia la vida y la historia, que
las reorienta y las conduce a quien es su origen y su plenitud. Esa experiencia
está marcada —desde el principio— por la traición y el pecado, pero está mucho
más marcada todavía por la fidelidad y la misericordia eternas de Cristo, y por
la santidad de una multitud innumerable de santos, canonizados y sin canonizar.
Una política cristiana es siempre una política de conversión, de gratitud a la
gracia que hace posible esa conversión, de humanidad transformada y renovada
por Cristo, de barreras y divisiones obra del diablo (el "diablo" es
el que divide, el "dia-bolos") que la cruz gloriosa de Cristo ha
hecho saltar por los aires. La Iglesia es el pueblo que nace de esa cruz y de
la mañana de Pascua, y que se hace pública como "nación hecha de todas las
naciones" en la mañana de Pentecostés.
Hacer un resumen de mi"
credo" político era una invitación a comparar esa experiencia con las
opciones políticas que están en el mercado (o que estaban entonces, porque hoy
habría que añadir alguna más...) ¿O tal vez no?¿Representa "Podemos"
o "Juntos Podemos" —que yo creo que fue un lema de hace años en
alguna campaña de Cáritas o de Manos Unidas— una verdadera novedad, o es
simplemente una gestión oportunista y momentánea del descontento o de la
indignación de muchos, especialmente de los jóvenes, hartos de la monotonía de
una política sin entrañas, sin alma y sin corazón? Yo creo que es esto último,
y que los responsables primeros de que una cosa así pueda nacer y crecer somos
quienes no ofrecemos sino "más de lo mismo" a ese descontento y a esa
indignación, pero eso también tendrá también que ser tema de otro día).
Es evidente que mi respuesta hablada
no estaba tan articulada entonces como ahora, al escribir. Y aunque básicamente
lo que escribo es en lo esencial lo mismo que lo que dije, hay innumerables
detalles (y alguna cosa importante) que ha sido modificada y enriquecida como
fruto de conversaciones y discusiones con mis amigos. Voy a empezar presumiendo
de aquello que, a primera vista y en mi ambiente, parece más políticamente
incorrecto.
Lo que menos gusta en el vocabulario
político al uso es que le llamen a uno conservador. Probablemente, después de
"fascista", es el insulto más recurrido de la lista. Justo por eso,
me dan muchas ganas de decir que lo soy, y no por masoquismo, sino porque estoy
convencido de que ese vocabulario está tan cubierto de máscaras —y de trampas—
que hay que desconfiar de entrada de que ninguna palabra de ese vocabulario
signifique lo que espontáneamente parece significar. Sí, soy
conservador —le dije entonces a quien me había preguntado—, porque
creo que hay algunas cosas —no muchas, es cierto—, por las que vale la pena
arriesgar la vida y luchar en orden a que no se pierdan y las olviden por entero
las generaciones que nos seguirán. Y eso es lo que la mayoría de la gente
entiende cuando se habla de ser conservador. Aunque en realidad, si se piensa
un poco, no puedo ser conservador. Un cristiano no puede ser conservador. Se
conservan las cosas muertas, como los mejillones o las sardinas. Se conservan
enlatadas o en aceite o en grasa. Las cosas vivas se acogen, se cuidan para que
crezcan, se aman. Repito que amo tanto algunas cosas vivas como para creer que
valga la pena arriesgar la vida por ellas. Una de ellas, la más importante, es
la vida de la Iglesia, esto es, el lugar de la memoria y del don sacramental de
Cristo. El lugar —humano— de la memoria de Cristo, de su presencia viva y de
sus promesas. Para esa vida vale lo del Salmo: "tu gracia vale más que la
vida". Porque ahí está la clave que hace posible una humanidad plenamente
humana. Igualmente trato de que permanezca en la sociedad en la que vivo el
sentido de la misericordia y del perdón, el amor por los pobres y los pequeños,
el aprecio por la dignidad de la vida humana —y especialmente la de la mujer—,
el gusto por el trabajo bien hecho y hecho en común, la experiencia de comer y
beber juntos, de cantar y reír juntos, de asociarse libremente y de vivir en
comunidad. A riesgo de que parezca un juego de palabras, no trato de
"conservar" (o de poner en conserva) esas cosas que amo. Porque son
ellas las que "conservan" a mí. No, no me conservan. Son ellas las
que me dan la vida, y las que traen al mundo la vida y la alegría.
¿Tradicionalista? También sí y no. Acabo de decir que amo por encima
de todo en este mundo la vida de la Iglesia. También podría haber dicho, con el
mismo significado y por los mismos motivos, la "tradición" de la
Iglesia. En esa tradición, de la que es garantía la sucesión apostólica, no se
me dan ante todo "costumbres" o "reglas" o
"ritos". Se me da a Cristo, vivo en su Palabra y activo en sus
sacramentos y en la comunión de la Iglesia. Se me da una vida. Se me da la
fuente eterna de toda verdadera novedad, un comienzo siempre nuevo, siempre
fresco como el primer día de la creación. Se me da siempre la infinita
misericordia de Dios, y con ella, la posibilidad siempre de un nuevo comienzo,
hasta en la noche más negra.
La verdad es que la negación
modernista de la tradición en función de una supuesta libertad ha sido uno de
los procedimientos retóricos más tragicómicos de los siglos recientes, pero
está pasada de moda. Donde queda algo de pensamiento vivo, hoy se sabe muy bien
que no hay conocimiento alguno, que no hay siquiera lenguaje, que no hay saber
ni sabiduría, ni arte ni artesanía, en ningún sentido valioso y noble que
puedan tener esos términos, sin una tradición. Por eso la retórica contra la
tradición es genocida. Si alguien me pregunta quién soy, sólo puedo responder
contando una historia. Una historia pequeña, la mía, la de mis padres y la de
mi familia, y una historia grande, en la que se inserta la pequeña y que da
sentido a la pequeña. Y si no tengo historia que contar, literalmente, no soy
nadie. En el "melting pot" del capitalismo global (y en otros
experimentos anteriores no menos arriesgados que la modernidad ha hecho con
seres humanos), exactamente igual que en el estalinismo, se ha tratado y se
trata de que la persona no tenga historia, ni raíces, ni una tierra sobre la
que crecer y hacer crecer, y en la que descansar. Eso sí que es "el fin de
la historia", y no en el sentido de Francis Fukuyama, sino en el de
Philippe Muray. El fin de lo humano. La transformación de la humanidad en
hormiguero laborioso (con su otra cara, la del turista en busca del Paraíso
perdido sin saber siquiera que lo busca).
Pero no es evidente que quienes se
las dan de tradicionalistas o de amantes de la tradición piensen la tradición
así. Por lo general, o al menos con mucha frecuencia, quienes dicen defender la
tradición se agarran sólo a sus posos, a restos más o menos fósiles de una
tradición ya muerta o en situación terminal. Siempre me ha llamado la atención
que muchos de quienes han defendido o defienden unas formas de la liturgia que
consideran "más tradicionales", por lo general defienden unas formas
de la liturgia que provienen del barroco más decadente o del siglo diecinueve,
más decadente aún. Algo parecido pasa en la teología... Y a quienes redescubren
la tradición en sentido fuerte se les tacha de modernistas... Y lo mismo pasa
en otros ámbitos, como el de la comprensión del matrimonio y de la vida
familiar, o en el de las costumbres en general. Lo malo es que cuando ya se ha
perdido la memoria de la tradición y de las formas exteriores que la expresaban
y la comunicaban, cuando ya se ha perdido el secreto de su lenguaje, y sin
embargo, se siente la necesidad de volver a ella para salir del caos, aquello a
lo que se vuelve con frecuencia son esas formas degeneradas de la tradición que
—absolutamente incapaces de conmover verdaderamente a nadie—, son precisamente
una de las causas principales del caos. Es como querer curarse de la adición a
la cocaína con la metadona. Es un círculo vicioso, infernal, en el que los
tradicionalistas son tan enemigos de la tradición como los que tratan
explícitamente de acabar con ella. Tan enemigos o más, porque al menos estos
últimos no engañan ni escandalizan a nadie.
Amo la libertad más que los
liberales, porque
sé para que sirve y en función de qué nos ha sido dada. La libertad no
es una meta final, no es un absoluto, no es un fin de sí misma. Es una
condición, indispensable para que la vida humana sea verdaderamente humana,
pero es sólo una condición. La libertad es sólo una capacidad, un medio para
alcanzar nuestro fin, que es el amor. Estamos hechos para el amor. Porque
estamos hechos para Dios, y Dios es Amor. Y el amor sólo puede ser dado y
recibido libremente. Cuando esa capacidad se ejercita adecuadamente, produce
hombres libres, hombres verdaderos. Esto significa que la libertad, al igual
que la razón y el afecto, tiene que ser educada. Puede ser educada. Y no tanto
mediante prohibiciones cuanto siendo ayudada por la inteligencia a reconocer su
objeto. Porque no estamos hechos para cualquier amor, por supuesto, o para
cualquier objeto que satisfaga momentáneamente nuestra necesidad de ser amados,
o que dé la impresión de satisfacerla, sino para un Amor infinito, que sólo nos
puede ser dado como gracia. Lo repito, estamos hechos para Dios, que es Amor,
Amor infinito, infinitamente gratuito e incondicional, del que participan en
distinto grado todos los amores creados. Nuestra plenitud es amarle sobre todas
las cosas, esto es, acoger su amor y participar de ese amor en todo lo que
hacemos en la vida. Y eso, al igual que sucede con cualquier amor humano, no es
posible sino en libertad. Pero cuando la libertad se endiosa, cuando es lo
último y no hay nada detrás de ella más que ella misma, entonces la libertad se
destruye a sí misma. Una paradoja igual que aquella otra: "Summum ius,
summa iniuria". La libertad endiosada no produce hombres libres, sino sólo
esclavos de los instintos más bajos, o adictos a cualquier cosa, incluso a los
culebrones o a un "reality show".
Quiero que la sociedad en la que
vivo tenga espesor social, y lo quiero y lo deseo, creo, tanto o más que
algunos socialistas que conozco, y desde luego, mucho más que los programas mal
llamados socialistas que conozco y que las políticas mal llamadas socialistas
que padezco. Porque
el socialismo —que, dicho sea de paso, nació en la Iglesia casi como un
movimiento de conversión frente al individualismo y al utilitarismo y l
hipocresía de la sociedad "burguesa" deja a la sociedad ser ella
misma, y se alegra de que en ella los hombres se organicen y se unan
libremente, y no sólo ni principalmente para protestar y para destruir, sino
sobre todo para construir. Es construyendo juntos como se tiene la experiencia
de lo que es un "compañero", y cuando muchas familias y muchos pueblos
empiezan a tener esa experiencia gozosa de construir juntos algo bello, nace
una sociedad, nace un pueblo. Un pueblo que celebra fiestas no subvencionadas y
que baila, ora, canta y da gracias por la vida, y por la esperanza cierta de la
vida eterna. Ese ideal del "espesor" de una sociedad, que es —o era
en los viejos tiempos— el ideal socialista, es un préstamo directo de la vida
de la Iglesia traducida en el orden temporal, pero no se parece en nada a la
realidad de un socialismo ácido que colabora ansiosamente con los grandes
business en la atomización total y en la destrucción de la sociedad en cuanto
sociedad. Un ejemplo precioso de ese socialismo al que yo me apunto sin vacilar
es ese manifiesto socialista que es el Marcel de Charles Péguy. (1)
Me gusta la comunidad y la vida de
comunidad, de la que tengo una bellísima y larga experiencia, de muchos modos y
maneras. Sí, me gusta la comunidad "más que a un tonto una tiza", como se dice. Sé que sin comunidad
no hay vida humana feliz en sentido pleno, ni crece en un grupo humano la
sabiduría o el gusto por la vida. También sé los sacrificios que entraña la
vida común y la comunidad, y los asumo, no por amor a lo difícil ni por
masoquismo, sino porque esos sacrificios, inteligente y libremente asumidos,
son una condición para salir de uno mismo, para aprender a amar, para dar lugar
al bien común que es la comunión, el rasgo característico de la vida
divina. Si eso es ser comunista, yo soy comunista. Me gusta la
vida común mucho más que a quienes todavía se llaman "comunistas",
que, sea cual sea su retórica, son partidarios de un capitalismo de estado, en
que la sociedad es sustituida por el aparato del estado, y que hasta han
sustituido la palabra "comunidad" por la de "colectivo", y
no parecen tener ya la menor idea de lo que es, ni una comunidad ni el bien
común.
Populismo y pueblo. Hoy se habla mucho de populismo.
El populismo debe ser una metáfora para referirse a otra cosa, porque si hay
algo claro en el populismo, es que requiere por encima de todo que no exista un
pueblo. El populismo sólo crece sobre las ruinas de un pueblo que ha dejado de
existir en tanto que pueblo, como las ratas crecen en los basureros o mandan en
un barco que se hunde. El populismo es el arte —que no necesita arte ninguno—
de manipular a las masas, que es lo que queda de las comunidades humanas cuando
las comunidades humanas han desaparecido (o casi), cuando ya no hay pueblo. La
Iglesia es un pueblo, el pueblo de Dios, aunque dos siglos de colonización
"ilustrada" hayan intentado (y casi hayan logrado) reducirnos también
a una "masa" anónima de gente, sin definición ni identidad u
organicidad propia ni visibilidad alguna, o una suma de "individuos"
que comparten (más o menos) algunas "creencias" extrañas, algunos
valores volátiles (que serían los mismos de todo el mundo, y que además no
necesitarían de tales creencias para cultivarse), y ciertas costumbres
periclitadas, como la de enamorarse y casarse y tener hijos sin pedirle permiso
al caudillo, "alma" del pueblo encarnada en un buen paquete de
publicidad. Creo que esta claro que amo al pueblo: la Iglesia es un pueblo, un
"pueblo hecho de todos los pueblos", como decían los antiguos
cristianos en Oriente, el pueblo de Dios, la familia de los hijos de Dios
dispersos, y reunidos de nuevo por la Preciosa Sangre de Cristo y el don del
Espíritu Santo. Amo a es pueblo, y pido al Señor que nada me retraiga de
servirle, lo mejor que sepa y pueda. Con "temor y temblor", pero sé
que mi vida le pertenece, que si soy algo es porque soy miembro de ese pueblo y
en tanto que soy miembro de ese pueblo. Me siento profundamente agradecido de
serlo.
Y creo que es bueno tener en
el cuerpo un par de gotas de sangre anarquista. No para favorecer la
anarquía, no, por amor de Dios. Sino para defenderse y resistir y no morir
aplastado en el diluvio de la propaganda. Para no "comulgar con ruedas de
molino", como se decía antes. La política, como el amor, es algo lo
suficientemente precioso como para que sea a la vez sumamente arriesgado y
peligroso. Siempre lo ha sido, lo mismo que el amor. Y no hay ni habrá sistema
ni fórmula capaz de evitar los riesgos que entraña. Por poder, como por amor,
hombres y mujeres roban, matan, sacrifican la vida. Eso ha sucedido siempre.
Pero dado que la política ha dejado hace siglos de ser un arte y una vocación,
para convertirse en una mera profesión, y dado que la primera destreza de un
político profesional hoy es la de manipular a las masas, hay una desconfianza
con respecto a los políticos que es social y políticamente saludable. No sólo
saludable, sino imprescindible para la supervivencia de una sociedad. Cuando
cualquier cantamañanas con dinero suficiente como para disponer de un excelente
departamento de comunicación (incluidas las redes sociales, puede escalar todos
los grados de la administración pública, es un signo de salud empezar a
protegerse, a resistir.
Alguien podría decir aquí que la
tradición cristiana se ha caracterizado siempre por el respeto a la autoridad.
De acuerdo. No sólo de acuerdo, sino por supuesto. Sí. Pero hay que hacer ahí
un par de distingos. En primer lugar, hay que distinguir cuidadosamente entre
la autoridad y los políticos (aunque en muchos casos las personas coincidan).
La autoridad, en cuanto autoridad, merece respeto. Aunque cuando el poder es
tan grande como el que tienen los gobernantes de hoy (sobre la opinión, sobre
las conciencias), tampoco hay que pasarse en eso del respeto. El justo ya está
bien. El político, en cuanto persona, merece todo el respeto que merecen todas
las personas, esto es, el mismo que cualquiera de sus eventuales súbditos. Pero
el político, en cuanto político (y aunque ejerza la autoridad), sólo merece el
respeto que se haya ganado y se merezca. Y ni una gota más. Por caridad y por
respeto precisamente a aquellos a los que tiene que servir o a los que quiere
servir. La segunda distinción fundamental —en nuestro contexto contemporáneo de
forma especial, dadas las experiencias del siglo veinte—, es la conciencia de
los límites de la autoridad, que es preciso recordarles a los políticos casi
constantemente. No es la sociedad la que está a sus pies, ni a su servicio, son
ellos los que están al servicio de la sociedad y de las personas, y de las
familias. No es la sociedad la que está en deuda con ellos, son ellos los que
tienen una deuda permanente con la sociedad, ya que es la sociedad la que les
mantiene, y sobre todo las clases trabajadoras, aunque sea a la fuerza y por
imperativo legal. En cuanto los "servidores públicos" se empiezan a
considerar los dueños del cortijo, en cuanto tienden a entender su misión como
la de "educar" al pueblo, o a dar la impresión de que son sus
salvadores, o de que su principal misión es "mandar" y la de los
demás obedecer, hay que ponerse en guardia. Hay que iniciar la resistencia. Por
amor al bien común. Por sentido social y en defensa de los pobres (esto es, de
casi todos). El fantasma de Goebbels anda escondido por ahí, acaso más vivo que
nunca, en algún Departamento de Innovación y Nuevas Tecnologías.
¿Qué cómo se casan todas estas
cosas, algunas de las cuales se nos venden siempre como incompatibles y
radicalmente opuestas entre sí? Cómo podrían casarse en la abstracción de una
teoría política no tengo la menor idea. Se casan de hecho, por obra de la
gracia, en la vida de la Iglesia cuando la Iglesia está sana. Se casan en la
vida de los santos. En ese pueblo de santos que la Iglesia es y está llamada a
ser, pero que —domesticada y sustituida en su adhesión fundamental por
cualquiera de los fragmentos o ideologías que acabamos de mencionar (las "ideas
cristianas que se han vuelto locas" de que hablaba Chesterton)— corre el
riesgo de desaparecer en nuestras sociedades como tal pueblo dotado de esa
identidad por Cristo y por el Espíritu Santo.
En realidad, bastarían dos palabras: "Soy cristiano". El catecismo
decía: "Soy cristiano por la gracia de Dios".
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Francisco Javier Martínez
Arzobispo de Granada
Julio del año 2016
(1) Charles Péguy, Marcel. Primer diálogo de la ciudad armoniosa.
Nuevo Inicio, Granada, 2007.