Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía de Coronación de la Patrona de Almuñécar, Nuestra Señora de la Antigua, el pasado 6 de agosto en este municipio de la costa tropical.
Fecha: 06/08/2016
Queridísima
Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo,
pueblo santo de Dios;
muy queridos Juan Bautista, Vicario Episcopal de esta zona;
Vicente, párroco de la Encarnación;
muy querido D. Eugenio, que nos acompañas en esta celebración;
queridos hermanos sacerdotes todos;
miembros de la Hermandad;
hermanos, amigos y curiosos, que nos hemos unido esta tarde para este momento
especialmente bello, para esta celebración especialmente gozosa, bella,
agradecida, alegre:
En las primera páginas de la Biblia,
donde nos puede dar la impresión de que lo que nos cuentan ahí son historias un
poco como cuentecitos antiguos o cosas así que no tienen mucho que ver con la
realidad y que, sin embargo, están absolutamente llenas de sabiduría, y de
sabiduría perfectamente aplicable para nosotros hoy, una de las cosas que
aparece es que desde el principio de la historia inició el pecado. Los hombres
hicimos mal uso de la libertad que el Señor nos había dado. Y eso es descrito
en el momento de la expulsión del Paraíso como el anuncio de una permanente
lucha entre la serpiente y la mujer. La mujer ahí representa la humanidad. Eva
es el símbolo de la humanidad; el símbolo, la madre de todos los vivientes, el
símbolo de todos nosotros, de toda la historia humana. Y bastaría seguir
leyendo el Antiguo Testamento para darse cuenta, inmediatamente después, está
el asesinato de Abel por su hermano Caín, e inmediatamente después, guerras,
destrucciones.
Hay un misterio del mal en la vida
del mundo que, además, no está fuera de nosotros, sino que primeramente
reconocemos cada uno en nuestro propio corazón y que reconocemos también en los
demás. A nivel individual, que todos tenemos defectos, heridas causadas por la
vida. Pero las reconocemos también en el mundo. No hace muchos días, el Papa en
Cracovia nos decía: “Hay una guerra en ciertos países”. Decía: “Estamos en
guerra”. E invitaba, diríamos, a responder de la manera adecuada cristiana. Pero,
¿cuál es esa manera?
También ha habido una mujer en la
que empezó a nacer, empezó a despuntar como el alba un mundo nuevo. Esa mujer
es María. Ella, por la gracia de su Hijo, preservada del pecado, es el símbolo
también de la humanidad nueva, una nueva Eva, el comienzo de una humanidad
redimida por la gracia y la misericordia de Dios. No es casual. Es una
circunstancia bella y providencial: celebramos esta Coronación de la imagen de
María y de Jesús, en sus brazos, en el Año de la Misericordia.
La salvación no viene de que
nosotros nos empeñemos en un mundo humano, fraterno, amable, un mundo que no
podamos percibir como un mundo hostil o unas relaciones humanas marcadas por la
desconfianza, que es a lo que tiende mucho de lo que vemos en los medios de
comunicación, día tras día: sembrar en cada corazón el miedo, la desconfianza,
el no fiarse de nadie; en un mundo, es verdad, en buena medida, de personas que
no se conocen. Pero también nos lo decía el Papa: “Nosotros, cristianos, no
estamos hechos para construir muros, sino para tender puentes”. Esa humanidad,
fruto de la gracia de Dios, empieza en la Virgen. Pero nosotros hemos leído una
lectura que no se refiere a la Virgen, sino a la Iglesia, pero que dice de la
Iglesia muchas cosas de las que se dicen de la Virgen. Describe la vocación de
la Iglesia como la vocación de una manera muy similar a como nosotros
describimos y a como el Nuevo Testamento describe la vocación de la Virgen. La
vocación de la Virgen se prolonga en la Iglesia. La Encarnación del Hijo de
Dios se prolonga en la Iglesia. Cada Eucaristía Cristo viene misteriosamente al
más humilde de nuestros altares, pero viene para venir a nuestro corazón y
unirse a nosotros con una unión que los mismos Padres decían era análoga a la
de la Virgen, y alguno de ellos pone en boca de la Virgen decir: “ Mejor te ven
los que se alimentan de tu cuerpo que los que lo veían”, porque quienes veían
tu cuerpo podían creer y no creer, mientras que quienes se alimentan de tu
cuerpo, te conocen y te aman.
La Iglesia prolonga en el mundo esa
novedad que Cristo trae. Lo que dice la lectura, bendito seas, Padre de Nuestro
Señor Jesucristo porque nos ha bendecido en Cristo con toda clase de
bendiciones espirituales y celestiales. ¿Cuál es esa bendición? Tu misericordia
Señor, tu gracia, tu amor incansable. ¿Qué somos torpes? Lo sabemos. Lo sabe el
Señor. No somos mejores que los demás seres humanos. También nosotros nos
mataríamos como Caín y Abel. A veces, también entre nosotros el Enemigo siembra
la discordia, la envidia, el egoísmo, circunstancias que hacen que podamos
realmente volvernos los unos contra los otros, o aislarnos o separarnos, y
vivir en esa soledad, que es el signo del dominio del pecado y del Maligno. Lo
que el Maligno quiere es que estemos solos. Solos, porque solos somos frágiles;
solos perdemos. Lo que el Señor quiere es que estemos unidos, que seamos un
cuerpo. Es lo que somos: el cuerpo de Cristo, la Esposa de Cristo. Yo lo he
dicho al comienzo de esta homilía, os he llamado así, porque eso es lo que es
la Iglesia, la Esposa, a la que Cristo se une de tal manera que no hay ninguna
unión, ni matrimonial, ni esponsal, ni de otro tipo en este mundo, que pueda
ser tan profunda; se hace de tal manera uno que sí, en este caso, son los dos
una sola carne, somos los dos una sola carne: Cristo y nosotros. Cristo vive en
nosotros, y nosotros somos su cuerpo, por la fuerza de su gracia, por la fuerza
de su misericordia, con las mismas fragilidades, con las mismas torpezas, con
las mismas pasiones, con las pobrezas. Pero, nos invita el Año en el que
estamos a reconocer una y otra vez eso que el Papa ha dicho de una manera tan
expresiva y tan sencilla: “Dios no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que
nos cansamos de pedir perdón”. Dios no sabe más que amar. Somos nosotros los
que dejamos de creer que, siendo como somos, Dios pueda seguirnos queriendo.
Celebrar esta tarde es celebrar el
triunfo de la gracia, del amor, de la misericordia de Dios sobre nuestra
humanidad. Lo celebramos en María, pero también lo celebramos en nosotros, que
esperamos participar de su misma Gloria, por la gracia de Dios, no por nuestras
cualidades, no por nuestros méritos, sino por la fidelidad del amor de Dios,
que es el objeto de nuestra esperanza. La esperanza se llama teologal por eso,
porque lo que esperamos no es que nosotros un día consigamos como el fariseo
decir ‘Señor, mira qué guapos somos, mira qué bien lo hemos hecho, no tenemos
ninguna clase de defectos, hoy no hemos metido la pata en nada’, y ya está. ¡No!
Nosotros, Señor, esperamos la vida
eterna porque sabemos que el perdón de nuestros pecados por tu parte no tiene
límite y porque Tú eres fiel, y una vez que nos has dicho te amo nunca vas a
dejar de amarnos; nosotros podremos darte la espalda, podremos olvidarnos de
Ti, pero Tú nunca dejarás de amarnos. Esa es nuestra esperanza y esa esperanza
es una roca. Si tuviera que depender nuestra esperanza de lo que nosotros somos
capaces de hacer, estaríamos perdidos, y nuestra alegría sería siempre muy
chiquitita, muy frágil, muy poco sólida, porque nos conocemos; si tenemos uso
de razón, nos conocemos y sabemos lo poca cosa que somos, y lo poquito que nos
llevamos entre unos y otros, entre el mejor de nosotros y el más pobre de
nosotros hay muy poca diferencia, muy poca, comparada con la diferencia que hay
entre nosotros y Dios. Y Tú, Señor, has salvado esa distancia infinita. Te has
querido hacer uno de nosotros, te unes a nosotros, para que surja un pueblo que
sea como una antorcha, como una luz encendida en medio de la noche de este
mundo. Repito, vivimos en un mundo muy roto, muy herido, donde el ser humano
está muy machacado. Tenemos más aparatos y más posibilidades técnicas que
ninguna generación antes que nosotros, pero no somos más felices, no somos
mejores hermanos unos de otros, no sabemos querernos mejor, no sabemos
tratarnos como hermanos, no sabemos perdonar, sobre todo no sabemos perdonar.
Tu Presencia en medios de nosotros y
la Presencia de la Virgen es un signo de que esa humanidad nueva no es una
utopía. Es algo que empezó en Ti. Que no ha dejado de desbordar en los
innumerables santos que hay en la Iglesia. En la Iglesia hay mucho pecado,
mucho, mucho, pero hay mucha más santidad. Es una multitud innumerable, en
todas las clases sociales. Y no sólo los santos que la Iglesia ha canonizado. Un
montón de ellos, muchísimos más son los que no ha canonizado y que, sin
embargo, su vida está llena del amor del Señor y son verdaderamente una luz en
medio del mundo. Como decía el autor de la Carta a los Hebreos: “Aquellos por
los que se sostiene el mundo”, que no es poca cosa. Y sólo Dios conoce sus
nombres.
Vamos a pedirLe a Nuestra Madre que
su Presencia en medios de nosotros, que su Coronación pueda significar
efectivamente que nosotros vivamos la vocación a la que hemos sido llamados,
que es justamente esa vocación de acoger el amor y la gracia de Dios, dejarnos
transformar por ello y ser, ser un pueblo de hermanos en medio de este mundo de
hombres y mujeres en buena parte desesperados, en buena parte solos, sin más
esperanzas que esperanzas pequeñitas que no son capaces de dar sosiego ni
alegría verdadera ni paz al corazón.
Que eso es posible -perdonadme que
termine haciendo una referencia a algo que hemos vivido algunos hace pocos días
y muchos más a lo mejor a través de los medios de comunicación: la JMJ-, justo
en el contexto del mundo en el que estamos, con sus atentados terroristas, con
todas las noticias terribles, una detrás de otra, que parece que terminan
invitando a que nos acostumbremos a ellas como si no pasara nada mientras
desayunamos, en medio de eso aparecía una belleza de alrededor de dos millones
de jóvenes (la televisión polaca decía la tarde después de la misa del Papa, dos
millones y medio, alrededor de dos millones de jóvenes, en una ciudad pequeña,
Cracovia no es mucho más grande que Granada, son más o menos las mismas
dimensiones, y aquello era un espectáculo de un pueblo de hermanos donde había iraquíes,
malasios, indios, canadienses, africanos de 187 países. Yo me encontré con un
grupo de doscientos iraquíes que habían ido desde la ciudad de Erbil hasta la
JMJ llenos de alegría proclamando su fe, sin temor y sin avergonzarse de
proclamarla, porque esa fe lo que hace posible es que amemos también a nuestros
enemigos, que amemos a todos los hombres, esa es la humanidad; miraba aquello y
decías: ‘Señor, aunque humanamente no hubiera motivos para la esperanza, la
existencia de estos jóvenes, que han vivido esto, que han establecido
constantemente puentes entre unos y otros, que se entendían sin entenderse, que
han sido acogidos en familias polacas que les ponían todo a disposición, hay
familias que han dormido en el suelo para dejar sus camas y sus alcobas a los
peregrinos, pues eso te vuelve a abrir la esperanza del mundo’). Pero es la
secuela de la Virgen. Es la secuela de María. Es tú que has acogido la gracia y
has dicho sí a la gracia, la gracia ha hecho posible en ti esa humanidad nueva.
Que la hagas Señor en nosotros, en este comienzo del siglo XXI; que la haga
aquí, en Almuñécar; que la haga en nuestro mundo, donde vivamos cada uno de
nosotros, y un día podamos celebrar en la vida eterna con más alegría y mas
gratitud aún que hoy que tu gracia ha triunfado sobre el mal, que la mujer ha
triunfado sobre las insidias de la serpiente.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de agosto de 2016
Almuñécar