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El Señor nos rescata de la esclavitud de nuestros limites y de la muerte

Homilía en la Eucaristía en la fiesta de Nuestra Señora de la Merced, celebrada junto a las Hermanas Mercedarias de la Caridad y presbíteros de la casa sacerdotal.

Fecha: 24/09/2016

Muy queridos sacerdotes;
hermanas y amigas;
y amigos, que estáis aquí para celebrar la Virgen de la Merced:

La palabra “merced” es, en castellano un poco antiguo –un castellano que ya no usamos nosotros mucho-, sinónimo total y pleno de la palabra “gracia”. Y la palabra gracia es sinónimo de la palabra misericordia. Casi da lo mismo decir la Virgen de la Merced que la Virgen de Gracia que María Santísima de la Misericordia, porque todas esas palabras cubren lo que significa la obra de Cristo. La obra de Cristo es habernos obtenido esta gracia en la que estamos, decía San Pablo en alguna ocasión. Es habernos obtenido la liberad para ser libres –dice en la Carta a los Gálatas el mismo  San Pablo: para ser libres, nos liberó Cristo-.

La Encarnación del Hijo de Dios y la culminación de esa Encarnación en la Pasión y en la cruz nos devuelve a nosotros el destino originario para el que el Señor nos había creado. Nos liberta de dos clases de esclavitudes: la esclavitud que provocan nuestros límites por ser criaturas y el límite más grande, la esclavitud más grande, es la de la muerte, no porque no tengamos que pasar por la muerte –pasaremos por la muerte-, pero Cristo ha vencido a la muerte y al haberse unido a nosotros por el Bautismo, nosotros sabemos que nuestro destino no es el silencio y la soledad de los cementerios, que significan sólo dormitorios, sino la vida eterna. Cristo ha vencido a la muerte y nosotros somos ciertos, tenemos la certeza, por su fidelidad, no por nuestros méritos, de que nuestro destino es la vida eterna, no la muerte. Si nuestro destino fuera la muerte, vivir no tendría sentido. Los sacrificios que supone la vida no tendrían sentido. Y nosotros sacerdotes, anunciando a Jesucristo y anunciando el cristianismo seríamos –vuelvo a citar a San Pablo- los más desgraciados de los hombres, porque estaríamos sembrando una esperanza vacía, como la que siembran los anuncios de los comercios, que nos prometen ser muy felices si tenemos no sé qué cosa o si compramos no sé qué aparato (tenemos el aparato y no somos más felices. Empezamos a pensar siempre en el aparato siguiente, o en lo siguiente). No. 

Cristo ha vencido a la muerte en su Misterio Pascual y esa ha sido la finalidad de la Encarnación: se ha hecho hombre, ha compartido nuestro destino, las calumnias, las mentiras, los odios, las envidias de los seres humanos. Hasta el extremo ha bebido el cáliz de ese sufrimiento, para que nosotros, por una parte, revelándonos el amor infinito de Dios, viéramos que Dios nos ama por encima de la muerte y para arrancarnos a nosotros del poder de la muerte. También es una frase de la Carta a los Hebreos: Cristo se hizo igual a nosotros en la carne y en la sangre, para liberar a aquellos que por temor a la muerte viven toda la vida sometidos a esclavitud. Por temor a la muerte, toda la vida somos como jornaleros que vivimos sometidos a esclavitud. De esa esclavitud de la muerte nos ha arrancado Cristo. Y nos ha arrancado también de la esclavitud del pecado. ¿Quiere decir que cuando decimos eso significa que automáticamente nosotros ya no tenemos pecado? No. Seguimos siendo pobres. Muchas veces caemos en mil faltas, más grandes o más pequeñas. Pero ya no dependemos sólo de nuestras obras, que nunca serían capaces de ganarnos el Cielo, o de nuestras cualidades, o de nuestras virtudes. La misericordia de Dios es infinita y basta acogerse a ella. ¿Y acogiéndonos a esa misericordia, podríamos decir, da igual cómo vivamos? No, no da igual cómo vivamos. Cuando nos agarramos a esa misericordia, el Señor va como cambiando nuestro corazón. Cristo nos ha liberado de la esclavitud librándonos del límite y de la esclavitud que genera el pensamiento de que el horizonte único de nuestra vida sería la muerte y liberándonos de la esclavitud que significa tener que depender sólo de nuestras cualidades, que no son nunca capaces de darnos el Cielo, de llevarnos a la vida eterna, de llevarnos a Dios. De esas dos esclavitudes nos libera el Señor.

La Virgen de la Merced lleva dos cadenitas colgando, expresando cómo nos libera la Virgen. La Virgen es como un distribuidor de la gracia de Dios. La palabra “distribuidor” les suena más fácil a lo mejor a quienes trabajan mucho con ordenadores, porque hay un aparatito que se conecta a los ordenadores, que se llama “distribuidor” (sale un cablecito del ordenador y se pone el distribuidor, y de ahí salen cuatro cablecitos uno para la impresora, otro para otra cosa…). Pero la misma electricidad: entra un cable en la casa con el tendido eléctrico de la calle y hay un aparato… esos son distribuidores.

El Señor ha querido que toda la gracia y toda la Redención de Cristo pase por su Madre. Y eso contiene también una enseñanza, y es que la gracia de Cristo llegue a nosotros a través de la propia humanidad. La Virgen es siempre tipo de la Iglesia. Nosotros recibimos la gracia, recibimos la misericordia, recibimos las mercedes del Señor, los dones del Señor, siempre a través de la Iglesia. Todos en nuestra vida podríamos recordar los rostros, los nombres, los apellidos de las personas que nos han introducido a la fe, de las personas que nos han enseñado las primeras oraciones, de quien nos ha bautizado o nos ha dado la Primera Comunión o nos ha casado, de quien nos ha acompañado en el camino de la fe, de quien nos ha dado testimonio de fe a lo largo de la vida en un momento determinado, y a lo mejor ese testimonio cambió nuestra vida.   

Esto es una casa sacerdotal y yo no puedo evitar el pensar en cuántas personas a lo largo de la vida de un sacerdote, aunque el sacerdote tenga también límites y defectos, cuántas personas han recibido la gracia de Cristo a través de ese distribuidor como María (por María pasan todas las gracias). El Señor lo que refleja el que María sea Corredentora, el que María sea la que coopera esencialmente en la redención y en la obra salvadora de Cristo se extiende a toda la Iglesia. Todos somos, de alguna manera, en la medida en que hemos recibido la gracia de Dios, comunicadores de esa gracia. Y la podemos comunicar de mil maneras: en una sonrisa en un momento determinado, en una palabra amable, en una caricia, en un gesto de afecto, de amor, de gratitud y por ahí pasa siempre la gracia. Pasa por nosotros. Pasa por los sacerdotes a través de su ministerio y de sus vidas si el Señor nos concede ser testigos también en la vida del misterio al que servimos en el altar. Pasa por todos los cristianos. Y pasa cuando el padre Zegri  genera la obra de las Mercedarias de la Caridad es claro que quiere hacer de vosotras distribuidor de la gracia, es decir, distribuidoras de la gracia como la Virgen.

Yo que he podido acercarme a esta casa en estos últimos días puedo dar gracias a Dios. ¿Qué hay en esta casa? Hay una vida de familia. Hay una vida de cariño que prevalece por encima de todos nuestros defectos, formas de ser –unos más simpáticos, otro tiene más “pincho”- , pero, por encima de todo, está el amor que nos une y que nos hace a todos hijos de Dios y miembros del Cuerpo de Cristo; nos hace portadores de la vida divina, que el Señor nos ha regalado a todos, a todos los que estamos aquí que estamos bautizados. Y para la que han sido creados también los que nos bautizados y el Señor se la dará por otras vías, y se lo pedimos que se la dé a todos (sabemos que no se la va a negar a nadie).

Nosotros somos hijos de Dios. Nosotros llevamos una semilla de vida divina en nosotros y aunque el Señor conozca nuestros defectos mejor que nosotros mismos, cuando nos ve, ve esa semilla de vida divina que es la vida de su Hijo y no puede mas que abrazarnos con un amor infinito. A ese amor nos confiamos; confiamos nuestras vidas, lo que el Señor no dé a cada uno, y Le pedimos que sea la medida y la regla de nuestras relaciones cotidianas, todos los días, en todos los ratos. 

¿Cuál es el mayor de los dones? ¿Cuál es la mayor de las mercedes? El amor, el cariño. ¿Para qué nos da el Señor la vida? Para que tengamos tiempo de aprender a querernos, que eso no se aprende de la noche a la mañana, y para aprender a querernos bien. Si la vida cristiana es así de sencilla… : querernos y querernos bien. ¿Qué es lo que quiere el Señor de nosotros? Que sepamos que Él nos quiere; que nos queramos lo más posible y lo mejor posible. Así de fácil, en cierto  modo, y así de difícil, que no somos nosotros capaces de hacer eso sin la gracia, y sin la merced, sin la misericordia infinita del Señor. A esa misericordia nos encomendamos todos.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

24 de septiembre de 2016
Casa sacerdotal de Granada
 

Palabras finales de Mona. Javier Martínez en la Eucaristía

No podía dejar de ceder a una cosa que me pide el corazón. Teniéndonos a vosotros aquí delante, dar gracias por lo que representa en la Iglesia vuestro ministerio. Una historia de ese amor de Dios que no se acaba y que no pasa, aunque pase por momentos difíciles y pase por momentos donde parece que la Iglesia disminuye y luego vuelve a crecer. Eso ha pasado muchas veces en la historia. Doy gracias por el ministerio sacerdotal de todos los sacerdotes que estáis aquí.

Quiero dar gracias también por las Hermanas Mercedarias de la Caridad. Ellas, en mucho sentido, dan el ambiente de esta casa junto con vosotros. Yo quiero dar gracias por lo que ellas significan; significan en la vida de la Diócesis, es una congregación que prácticamente ha nacido en nuestra Diócesis, en Granada, y su fundador es un sacerdote diocesano. Y damos gracias por todo el bien y todo el amor que flota por esta casa, pidiéndole simplemente que ese amor pueda crecer y crecer y crecer, para que sea siempre un signo de que Cristo está vivo. 

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