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Bienaventuranzas

VI Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Fecha: 14/02/1971. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 623, 6-7



    Tanto en el evangelio de San Mateo como en el de San Lucas, el Sermón de la Montaña -que, preciso es decirlo, San Lucas no sitúa en una montana sino en su “rellano”-, comienza con esa página de oro del Evangelio que son las Bienaventuranzas. La tradición ha hecho de ellas - y no sin razón- uno de los rasgos centrales del cristianismo. Pero ¿qué significan propiamente las bienaventuranzas? ¿Serán un manifiesto social, como piensan algunos? Y si su valor es ante todo religioso ¿cuál es su verdadero sentido?
   
    A comprender este sentido nos ayuda en primer lugar el hecho de que el vocabulario y hasta el alcance de las bienaventuranzas provienen de una serie de pasajes del Antiguo Testamento, en particular de los últimos capítulos del Libro de Isaías; en ellos, la manifestación futura del Señor y la instauración de su Reino van unidas a la consolación de los pobres y los desheredados; he aquí uno de estos pasajes: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad; a consolar a todos los que lloran.” La manera de pensar que se expresa en estos textos aparece más clara si pensamos que en todo el Antiguo Oriente uno de los deberes primordiales del rey era el de “hacer justicia a los oprimidos”, no es extraño, pues, que el antiguo Israel caracterizara la venida del Reino con la justicia hecha a los pobres, pues el Señor a quien espera Israel es un Rey justo por encima de todos los reyes.

    Todo esto nos indica que cuando Jesús dice “Bienaventurados, dichosos los pobres”, no está sino traduciendo de una forma concreta y muy expresiva para sus oyentes, familiarizados con el lenguaje del Antiguo Testamento, lo que constituía el mensaje central de su predicación: el Reino de Dios está ya presente y obrando en el mundo; los oráculos de los profetas que anunciaban esta venida con los rasgos de la conducta que se puede esperar de un Rey ideal, protector y defensor de los desgraciados, se han cumplido ya; leídas así, las bienaventuranzas no son sino una expresión de la Buena Nueva, un anuncio del Evangelio. Muy pronto, sin embargo -incluso antes de que los evangelistas nos las consignaran por escrito-, la predicación cristiana vio en ellas una expresión de las condiciones religiosas que el hombre debe reunir para tener acceso a  los bienes de ese Reino, cuya consumación no tendrá lugar sino en la Vida futura. Los obstáculos que suponen las riquezas, la necesidad de hacerse como niño para entrar en el Reino, eran rasgos muy señalados de la enseñanza de Jesús, y no es por eso extraño que la primitiva predicación cristiana haya visto en las bienaventuranzas un lugar privilegiado  para la exhortación a esos valores específicamente cristianos que son la pobreza, la paciencia y la confianza en Dios.

    A este cambio de perspectiva responde, en los evangelistas, una serie de retoques menores, como la precisión “ pobres de espíritu”  o las bienaventuranzas de los mansos y los misericordiosos en San mateo, o el insistente “ahora” de San Lucas; y también las exclamaciones que en este evangelista siguen a las bienaventuranzas, y que también aparecen en la lectura de hoy; a éstas se les ha llamado con poca fortuna “maldiciones,” pues su tono en la lengua original es menos el de una maldición que el de una exclamación de pena: pues ni los hartos ni los ricos piensan que la llegada del Reino tiene que ver con ellos, satisfechos y saciados como están de su propia posesión.


F. Javier Martínez

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