Homilía en la Eucaristía en la Catedral en el XXVII Domingo del Tiempo Ordinario.
Fecha: 02/10/2016
Queridísima Iglesia del Señor, Pueblo
santo de Dios;
muy querido hermano sacerdote;
queridas Hermanitas del Cordero, que, como me ha dicho una de vosotras, acabáis
de incorporaros de nuevo a la Diócesis después de vuestro tiempo del retiro en
verano, y habéis venido un pequeño “ejército”, ¡bienvenidas a vuestra casa!;
queridos hermanos y amigos todos:
(Este es como el primer día de curso
para todos nosotros, me parece, porque también se incorpora por primera vez
Veronika, después del verano, como salmista).
El Evangelio de hoy nos sorprende un
poquito, y sin embargo, como tantos pasajes del Evangelio, hay que entender un
poco lo que el Señor quiere decir. Lo que nos enseña es sabiduría. Es decir,
una sabiduría que corresponde a la verdad de lo que somos: somos criaturas; y
aunque nos sentimos dueños de nuestra vida y, de alguna manera, dueños del
mundo y dueños de la creación, somos criaturas. Todo lo que somos lo hemos
recibido de Dios.
Y el Señor hace ese razonamiento,
que es perfectamente lógico: que quien cuando su criado o su trabajador o su
empleado vuelve, ha terminado el trabajo, ahí se sienta a la mesa y se pone a
servirle, dice “ha hecho lo que tenía que hacer, pues es lo propio”; así
vosotros, cuando terminéis y hayáis hecho todo lo que está mandado, decir “si
somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. Pero el
Señor deja sin responder una pregunta: ¿quién trata a sus obreros así?, de
decir “siéntate a la mesa”, y se pone a servirlos. ¡Jesucristo! Igual que
cuando pregunta “¿Y qué pastor con 100 ovejas deja a 99 en el desierto y se va
a buscar la descarriada?”. Ninguno. No hay ningún pastor que haga eso. Si puede
encontrarla sin dejar a las otras pues a lo mejor, pero ¿dejarlas en el
desierto, en el campo abierto, para que cuando vuelva le falten 3 ó 4 más? No, no
lo hace ninguno.
Pues lo mismo. ¿Quién se pondrá a
servir a sus siervos? El Señor, Dios mío. Aquí estamos. Todos somos siervos
inútiles, en el sentido de que ninguno de nosotros podemos darle nada a Dios
que Dios no tenga. O no le podemos dar nada a Dios que no hayamos recibido de
Él. Todo lo que somos, todo lo que tenemos lo hemos recibido de Dios. Y diréis:
algunas cosas las hemos conquistado con nuestro esfuerzo, con mucho trabajo,
pero la capacidad de ese trabajo, la capacidad de imaginar lo que nos podría producir
ese trabajo, lo que nos podría servir aquello que hacemos... Esta Catedral la
han hecho los hombres, pero sin una nostalgia en el fondo del corazón, de la
belleza del Cielo, de la belleza de Dios, ¿os creéis que nadie seríamos capaces
de hacer, ni el genio más grande, el arte que refleja lo más grande, si queréis
de nuestra humanidad, lo más gratuito, lo que no hacemos porque nos es útil, sino
porque es bello, porque es bueno hacerlo bien, lo que hace que más nos
parezcamos a Dios en un sentido, podríamos hacerlo si no hubiera una nostalgia
de Dios en nuestro corazón, un anhelo de una belleza infinita, de un bien
infinito, de una armonía y de una verdad infinita?
Como decía un antiguo cristiano, a
Dios nadie le da nada que no lo haya recibido de Él. La Virgen le daba al Niño
Jesús alimento para que creciera, pero el alimento que le daba lo había
recibido de su Hijo; era su Hijo quien lo había creado. La fuerza que Ella
tenía para abrazarlo, el amor que tenía era su Hijo quien se lo daba. Nunca le
damos nada a Dios. Somos unos pobres siervos. Cuando hacemos las cosas bien, hemos
hecho lo que teníamos que hacer. Y sin embargo, el Señor se ha hecho siervo nuestro.
Siervo nuestro. ¿Os acordáis del Jueves Santo, de la Última Cena? ¿Os acordáis
del Señor lavando los pies a sus discípulos, sirviéndolos, como el lavar los
pies era un oficio de esclavo, como la pecadora aquella que se puso a llorar a
los pies de Jesús y le estaba lavando los pies con sus lágrimas? Lo propio de
un esclavo cuando alguien, después de un camino grande, llega a una casa a la
que ha sido invitado.
El Señor nos invita a su mesa. Vosotros
estáis sentados a la Mesa del Señor. Yo estoy sentado a la Mesa del Señor. A
ratitos, hago las veces del Señor y os distribuyo la Vida Divina al daros la
Comunión, para que esa Vida Divina crezca y florezca en vosotros. Pero soy un
siervo con vosotros. Y el Señor se pone a servirnos. Y a darnos su vida. En la
gran noche de Pascua decimos “para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo”. Es
la lógica de Dios, tan distinta de la lógica del mundo. En el mundo, es verdad,
nadie se pone a servir a su siervo. Por lo menos, no es lo normal, no es lo
espontáneo. El siervo hace lo que tiene que hacer, recibe su salario y ya está.
Pero la lógica de Dios es diferente. En eso muestra su grandeza. La Gloria de
Dios consiste en que siendo el Hijo de Dios, igual a Dios, no tuvo como algo
que le humillaba el rebajarse a sí mismo, el despojarse de sí mismo, el tomar
la condición de esclavo y vaciarse de sí mismo, incluso a la muerte y una
muerte de cruz. Eso muestra la grandeza de Dios. Como en el orden humano, la
grandeza de una madre o de un padre, de manera diferente en los dos, pero es la
capacidad de darse para que sus hijos crezcan, de gastar su vida para que sus
hijos crezcan, de entregarse libremente a ellos, de perdonar, de amar.
Dios es amor. El Dios que Jesucristo
nos ha dado a conocer es amor, no es poder; o es el poder más grande, porque el
poder más grande es el poder de darse, el poder de arriesgar la vida por el
bien de otro. Ese es el poder más grande, no el poder que manda, no el poder que
se impone, no el poder que pisotea y humilla, sino el poder que hace crecer,
que hace crecer aun a riesgo del propio ser y de la propia vida. Ese es el
poder más seguro de sí mismo. No tiene miedo a darse, porque dándose nunca se pierde
uno. Dios no tiene miedo a humillarse, no tiene miedo a abrazar nuestra
miseria, no tiene miedo a ponerse a hacer oficio de esclavo con nosotros, a
servirnos, a darnos su vida. Y sabe que somos muy ingratos, y sabe que somos
muy mezquinos y muy pequeños y muy pobres, pero tiene tal confianza en el poder
de su amor que no desconfía de nosotros.
Cuando uno cae en la cuenta de esto,
qué fácil es hacer la súplica que hacían los discípulos en el Evangelio: “Señor,
auméntanos la fe”. Porque la fe es sencillamente el reconocimiento de ese amor
tuyo en las circunstancias de la vida. La fe no es tener unas ideas sobre Dios.
La fe es tener la experiencia de ese amor y poder decirle que sí: “Sí Señor, te
dejo que seas mi esclavo”. Qué grande eres como para depender de que yo te diga
que sí, para darme tu amor, para darme la vida, para darme tu perdón y hacerme florecer
de una manera que yo no sería nunca capaz de hacerlo; y Tú me pides permiso, me
pides el asentimiento de mi libertad para venir a mí y para quererme. No para
quererme, eso no se lo vamos a impedir a Dios nunca, sino para que yo pueda
beneficiarme, hacerme consciente de ese amor, vivir en la libertad de los hijos
de Dios. Me pides permiso para ser mi siervo. Señor, auméntanos la fe. Y ahora
entiende uno: si tuviéramos fe como un granito de mostaza, pediríamos a este
árbol “arráncate y plántate en el mar”, y se plantaría. Pero yo me siento tan
lejos de reconocer al Señor por su verdad y reconocerme a mí por mi verdad de
criatura. Me distraigo tanto… Me pienso tantas veces, sin pensarlo conscientemente,
pero vivo como si realmente yo controlase mi vida, mi horario, mi tiempo, mis
cosas, mi salud…
Señor, auméntanos la fe, para que
podamos vivir de verdad. El profeta Habacuc lo decía en la última de sus
frases: el altanero no vivirá, el orgulloso no vivirá, pero el justo, por su
fe, vivirá.
Señor, danos esa fe que necesitamos
para vivir de verdad, para vivir contentos, seguros de tu amor, para vivir en
la libertad gloriosa de quienes son hijos de Dios por gracia.
Que así sea.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
2 de octubre de 2016
Santa
Iglesia Catedral de Granada