Homilía del Arzobispo en la clausura del Año Jubilar de la Misericordia celebrada en la Catedral y Día de la iglesia Diocesana con el lema “Una gran familia contigo”.
Fecha: 13/11/2016
Queridísima Iglesia del Señor,
Esposa amada de Jesucristo, pueblo santo de Dios, del que todos formamos parte;
muy queridos sacerdotes
concelebrantes;
amigos todos:
Lo primero de todo es que en una
celebración como la de hoy es importante que haya sacerdotes dispuestos al
Sacramento de la Penitencia, y había unos pocos cuando estabais entrando, y por
eso algunos sacerdotes que venían a la procesión se han dispersado por la
Iglesia y hay abundantes sacerdotes para los que quieran recibir el Sacramento
de la Penitencia en la celebración jubilar.
Las lecturas de hoy, especialmente el
Evangelio, nos anuncian dos cosas que han acompañado la vida de la Iglesia
desde el principio, muy pronto. Muy poquito después de la muerte de San
Esteban, dicen los Hechos de los Apóstoles, se desató una persecución en
Jerusalén y los cristianos se dispersaron. Y dice el mismo autor de los Hechos:
“Eso sirvió para que el nombre de Jesús fuese conocido por toda Palestina y por
toda Siria”. Enseguida, muy poquito después, ya estaban celebrando la
Eucaristía en Antioquía, al norte de Siria, lo que hoy es el límite con
Turquía, y entonces lo era con Cilicia y con Asia Menor. Quiero decir que hasta
las persecuciones y las dificultades sirven para el designio de Dios, pero que
el Señor anunció esas dificultades desde el primer momento: catástrofes de todo
tipo, guerras, hambres; y luego persecuciones, hasta llegar a decir “todos os
odiarán por causa de mi nombre”. Eso no se refiere a una época concreta, ni se
refiere a unos signos que preceden el fin del mundo, como a veces algunos
grupos cristianos quisieran dar a entender. Eso ha acompañado la vida de los
hombres desde siempre, con una diferencia, y es que nosotros sabemos que Cristo
está en medio de nosotros.
Por eso nos puede decir el Señor que
el que persevere, al final, se salvará. Es una manera de decir “se trata de
resistir, se trata de ser nosotros mismos”. Nosotros no tenemos ningún tipo de
control ni de poder sobre las circunstancias del mundo, sobre los poderes del
mundo y sus equilibrios y sus intereses, y cómo eso afecta a la vida de lo
hombres. Pero hay algo que nos ha sido dado y es vivir contentos. Vivir
contentos, ¿por qué? Porque hemos conocido el amor de Dios. Dicho en el
lenguaje de San Pablo, en una frase parecida: ‘Yo sé de quién me he fiado’.
Sabemos de quién nos hemos fiado. Sabemos que Dios es amor y que su designio es
de amor, por mucho mal que invada el mundo, por muy poderoso que pueda parecer
el mal de los hombres, son sólo los coletazos de un enemigo que está destruido
y que nadie, nadie, ni siquiera el Enemigo, puede vencer con el designio amoroso
de Dios. Ni siquiera el Enemigo puede ser más fuerte que el amor de Dios. Yo he
pedido, decía Jesús en la última oración (la que llaman la Oración sacerdotal,
en la Última Cena), para que no se pierda ninguno de los que me diste. Esa
oración de Jesús no puede ser vana. No puede quedar no escuchada. No puede que
el Enemigo sea más fuerte que la oración del Hijo de Dios, que además está
sellada con su Sangre y sellada con el don de su vida.
Celebramos hoy el día de la Iglesia
Diocesana y esa conciencia de que el amor ha llegado hasta nosotros en una
historia, con mil avatares también, pero una historia de este pueblo que es lo
más bello que ha habido jamás en la historia humana y jamás en la Creación, que
es la Iglesia de Dios, el cuerpo de Cristo, su Esposa amada.
Dios mío, así ha llegado hasta
nosotros la esperanza de Cristo, la certeza esperanzada de la vida eterna como
nuestro destino, fuente de una alegría que nada ni nadie nos puede arrancar.
Somos amados por Dios. Y como dice el Papa Francisco, el otro nombre de Dios es
misericordia. Decir que somos amados por Dios es decir que Dios tiene
misericordia de todos nosotros, una misericordia sin límites; que cuando nos
acercamos a Él pidiéndole el perdón de nuestras faltas -que nosotros mismos
tenemos inteligencia suficiente para darnos cuenta que hemos fallado, que no
estamos a la altura ni siquiera de lo que nuestro corazón quisiera ser, que no
amamos a Dios que nos ha dado todo y que no sabemos mas que muy malamente
querernos unos a otros, incluso en nuestras propias familias, incluso en el
seno del mismo matrimonio o los padres a los hijos o los hijos a los padres, no
sabemos querernos bien-, acudimos al Señor y nunca está escasa su misericordia,
nunca está escaso su perdón. Siempre es desbordante. El Señor nos abraza de
nuevo como si nos acabase de crear y regenera nuestro corazón, regenera la
esperanza y nos permite una vez más vivir contentos. En este tiempo de muerte,
en este tiempo de sacudidas, en esta historia humana, en esta “carne de
pecado”, como decía también San Pablo, nosotros podemos vivir contentos. Qué
milagro. Y podemos vivir contentos porque nadie nos puede arrancar del amor de
Dios, ni la espada, ni la desnudez, ni las persecuciones, ni las calumnias, las
mentiras, las dificultades, las pobrezas de unos para con otros. Si estamos
edificados en el amor de Dios; si estamos edificados en Cristo, estamos
edificados en una misericordia sin límites, que no tiene fin. Vuelvo a citar al
Papa Francisco: somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. No es
Dios, nunca, quien se cansa de perdonar.
Que nuestra Iglesia diocesana que
celebramos hoy, que es donde vivimos todo el misterio de la Iglesia –una
diócesis es justamente eso: una realización global, completa, luego hay
movimientos que realizan partes parciales del misterio: hay realidades eclesiales,
grupos, incluso las parroquias, pero sólo la Diócesis lleva dentro de sí el
misterio entero de la Redención de Cristo y de la Iglesia universal, el
misterio de lo que la Iglesia es-... Tenemos que sentirnos más, a pesar de que
viajamos tanto y vivimos tantas veces fuera de nuestras Diócesis, con raíces en
un sitio. Las raíces en una Diócesis, en una Iglesia concreta, como las raíces
en una familia, son una garantía de crecimiento. Y este día al año nos recuerda
esa realidad: la Redención de Cristo se hace disponible para nosotros, a través
del ministerio sacerdotal, a través del ministerio del obispo y pastor, que es
cabeza de la Diócesis, a pesar de que en este caso sea un pastor tan pobre,
pero se hace presente, inefablemente, indefectiblemente, Cristo para vuestra
alegría, para vuestra esperanza, para vuestro gozo. Que tengamos esa conciencia
más de formar un cuerpo, de formar una unidad, para que podamos perseverar
mejor en medio de las sacudidas y de las dificultades de este mundo.
Por otra parte, al final de esta
Eucaristía cerraremos la puerta de la misericordia. Yo quiero deciros que ese
cierre no es más que por un momento. Quiero decir: se acaba el Año Jubilar como
se acaba un cumpleaños o como se acaba un fin de semana porque tiene que
acabarse. Lo que no se acaba es la misericordia infinita de Dios y los frutos
de este Año todavía están por florecer en muchos sentidos y en muchos órdenes
de cosas. Yo tengo el sueño, y si el Señor lo quiere me lo concederá poder
hacer algún día, de poder hacer, aunque sea movible para no tocar la
arquitectura de la catedral, en ese espacio tan vacío entre las columnas, una
pequeña capilla, no con muros, sino solamente con bancos, una capilla
penitencial, para que siempre haya en la Catedral el Sacramento de la
Penitencial disponible, igual que está siempre disponible el Santísimo. También
para los turistas que vienen, que cuando ven un lugar de penitencia y un
sacerdote confesando, mi experiencia en alguna que otra diócesis es que muchos
de ellos piden el perdón de los pecados y se confiesan. Y puesto que la Penitencia
y la Eucaristía son como las dos modalidades más cotidianas con las que el
Señor Dios nos acompaña yo quisiera que estuviera aquí. No hemos empezado, pero
aunque esté de aquí a tres años, será un fruto del Año de la Misericordia. A lo
mejor, tú no te has reconciliado con tu cuñado o con ese primo con el que os
peleasteis por aquella herencia, y ha pasado el Año de la Misericordia y no
habéis conseguido, habéis hecho un par de intentos, alguna llamada, pero
aquello sigue muy envenenado y enredado y no se ve cómo se puede arreglar, para
eso no ha terminado el Año de la Misericordia. Seguir intentándolo, seguir
adelante, seguir pidiéndoLe al Señor que nos dé fuerzas para que todas las
rupturas, las quiebras que hay en nuestra comunión el Señor las pueda soltar.
Pedídselo a la Virgen Desatanudos, de la que habla el Papa con frecuencia, que está
en Auschwitz. ‘Este nudo no sé cómo desatarlo’, ‘este lío que se ha montado en
mi familia, entre esta rama de la familia y esta otra, yo no sé cómo…’. Pedirle
a la Virgen, “Señora, desata este lío. Cambia nuestro corazón. Haz que tengamos
imaginación, inteligencia, amor suficiente para deshacer este nudo que nos
tiene a todos bloqueados”. Ciertamente, no se acaba la misericordia del Señor.
El corazón de Dios está más abierto que esa puerta por la que hemos entrado.
¡Mucho más abierto! Y está abierto siempre. Y seguirá. Yo quisiera que me
dejaran mantener la puerta abierta los domingos, aunque ya no sea Puerta Santa.
Para que se vea. Si la Iglesia es un poco el reflejo del misterio de Dios, que
no sea un lugar así cerrado por el que hay que entrar como “a la remanguillé”.
Dependerá un poco del frío en enero y febrero. Eso permite que haya personas
que de repente se acercan, haya un pueblo cristiano, oyen cantos bellos bellos,
y a lo mejor se animan a acercarse al Señor y a pedir el perdón o curación para
las heridas que llevan de la vida.
La puerta de Dios no se cierra. Se
acaba el Año jubilar, pero la puerta de Dios no se cierra. La misericordia de
Dios no se cierra. La puerta de la Iglesia, aunque ésta estuviera cerrada,
nunca debe estar cerrada. Tenemos que vivir con los brazos abiertos para acoger
a cualquiera que se acerque a nosotros. Incluso algunos que no se acercan,
acercarnos nosotros a ellos. Es lo que nos pide el Papa: una Iglesia “en
salida”, acercarnos. No temáis decir que el Señor te bendiga. Eso no ofende nunca
a nadie. Habrá gente a la que no le guste, pero es desear bien a los demás. No
tengáis miedo a decirlo, aunque no conozcáis a la persona: que el Señor te
bendiga. Y que no se cierren nunca las puertas de nuestro corazón.
Somos miembros de Cristo. Cristo
vino para abrazar a todo el género humano. Que nuestro corazón, Señor, lo sigas
abriendo, lo sigas haciendo un corazón de misericordia como el tuyo, y ojalá quepan
en él todos los hombres con los que nos encontramos en el camino de la vida;
todos los hombres y mujeres con los que nos encontramos en el camino de la
vida.
Así se lo pido yo al Señor para mí y
para nuestros sacerdotes. Así se lo pido para todos los cristianos, cada uno, a
la medida del sitio donde trabaja, la casa donde vive, el pueblo donde está.
Sería una revolución, os lo aseguro. La única revolución no cruenta. La única
revolución que ha existido en la historia y que empezó la mañana de
Pentecostés, y que está empezando siempre. Vamos a empezarla de nuevo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
13 de noviembre de 2016
S.I Catedral