Biografía

Descripción del escudo episcopal del Excmo. y Rvdmo. Sr. D. Javier Martínez Fernández

Escudo

Un nombramiento episcopal va ligado a la elección de un escudo que exprese la pretensión que impulsa la misión episcopal, un modo concreto de concebir la Iglesia y una mirada sobre el hombre.

Con frecuencia, los escudos episcopales se componen de símbolos heráldicos que representan concepciones personales, tradiciones familiares o referencias al propio nombre o a particulares devociones. Sin embargo, el escudo escogido por D. Javier Martínez Fernández, más que una concepción heráldica o complicadas simbologías, presenta una imagen muy sencilla y explícita.

El marco es común a la mayoría de los escudos, por lo que se inscribe en la tradicional forma de cáliz, evocadora de la centralidad de la Eucaristía. Se corona con el capelo (sombrero de uso eclesiástico conocido desde el siglo XIII) de color verde con los 20 borlones que indican la dignidad arzobispal. Bajo el capelo, la habitual cruz episcopal de oro de doble travesaño.

El contenido del escudo obedece ya a una elección personal. En el centro aparece una reproducción exacta de una cruz de la victoria que aparece sostenida por un ángel en un tapiz copto del siglo VI-VII conservado en el Museo del Louvre. El dato revela la cercanía del prelado con el Oriente cristiano.

La cruz está marcada con las cinco llagas victoriosas que testimonian la Resurrección de Cristo. Supone el culmen de la Encarnación, expresión de la intención de Cristo de unirse al hombre en lo que resulta más propiamente humano: el sufrimiento. Y sobre todo, expresión del amor más grande. Pero la cruz no está sola, sino rodeada por una corona que alterna flores (signo de la fecundidad del Paraíso) y laureles (representación imperial de la victoria retomada por los primeros cristianos).

La presencia de la cruz se impone. Sin embargo, no constituye la primera ni la última palabra de la experiencia cristiana. La primera palabra es Belleza, porque donde existe la Belleza aflora un Misterio que es más grande que el dolor y la muerte. De ella emana una Luz capaz de sostener al hombre, aunque esté rodeado de oscuridad. Esa Belleza constituye la Gloria (la primera palabra que aparece en el Evangelio cuando Cristo nace), que significa el resplandor de la Belleza de Dios. Mostrar esta Belleza es la principal tarea de la Iglesia.

Pero la cruz tampoco es la última palabra, sino la mañana de Pascua, en la que el amor de Dios vence sobre la muerte y nos rescata de nuestras miserias. Esa certeza es la que expresaban los primeros cristianos con las flores y el laurel.

Sobre la cruz que centra el escudo reposan dos palomas enfrentadas. Este motivo muestra la herencia clásica del arte romano, que permanecerá en la iconografía cristiana como símbolo de paz, inocencia y felicidad. Las acompañan el “alfa y omega”, primera y última letras del alfabeto griego en las que insiste el Apocalipsis en tres versículos distintos (Ap 1,8; 21,6 y 22,13) como expresión del Señor, principio y fin de la creación. Se trata de un símbolo muy repetido en los primeros siglos de la vida cristiana.

Curiosamente, la palabra “emet”, que en hebreo significa “verdad”, está formada por tres letras: la primera, la del justo medio y la última letra del alifato hebreo. De este modo se enlaza con el lema escogido para el escudo. El lema, que significativamente se ofrece en latín, se enmarca en una filacteria que recoge el versículo evangélico Jn 8, 32: “La verdad os hará libres”.

Frente al relativismo, la verdad siempre se presenta como una cuestión esencial a la fe. Pero el contexto concreto del Evangelio del que se extrae esta cita va mucho más allá: revela que esa Verdad es Cristo, única posibilidad de que el hombre sea verdaderamente libre. No se trata de una verdad meramente moral, sino personal, por eso la clave no está en adherirse a ella, sino en dejarse abrazar por ella, por Cristo mismo.

Ese es el plan previsto por Dios para hacernos felices, para regalarnos la libertad. Una libertad que consiste en la capacidad de reconocer los bienes sustantivos de la vida humana y afirmarlos. Sólo desde esta verdad y libertad son posibles la “parresía” (la franqueza intrépida de la fe), el don de uno mismo, y la gratitud y el gusto por la vida que caracterizan la experiencia cristiana.

Verdad y libertad entrelazadas rigen el escudo, a la luz de la cruz victoriosa, marcando un camino y un destino. La cruz, el “alfa y omega” y el lema suponen una triple afirmación que insistentemente remite a Cristo, único protagonista de este escudo episcopal.

María José Muñoz,
Directora del Museo Diocesano de Córdoba