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Homilía Apertura de la Visita Pastoral

Hinojosa del Duque

Fecha: 11/02/2001. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, I-VI de 2001. Pág. 183



Al inicio de la Eucaristía:

Casi desde que vine a Córdoba deseaba ardientemente que pudiera empezar la Visita Pastoral, porque sé que es un don muy grande de Dios el poder estar juntos, compartir no sólo alguna celebración, sino ratos juntos, escucharos, hablar de las cosas que os preocupan, de las dificultades que tenéis en la fe o en la vida, y poder pedirle al Señor que nos ayude a caminar cada vez más gozosos con su presencia, con el sostén de  su gracia en la verdad que Él nos ha comunicado y nos ha permitido vivir.

Les decía al matrimonio que me ha acompañado cuando veníamos: “de algún modo, tengo la impresión como si hoy empezara a ser obispo de Córdoba”. Y así os lo digo, así vivo esta eucaristía. Y no porque por mí mismo pueda daros nada, soy hombre igual de frágil que vosotros, con defectos y con limitaciones, sino porque en este gesto, en estos días, en nuestra comunión, y en nuestra presencia juntos está Cristo.

Vamos por eso a celebrar esta eucaristía. Yo la celebro con un corazón lleno de alegría, os lo aseguro, y con la súplica al Señor de que estos días puedan ser, de verdad, para todos los que queráis, los que lo deseéis, los que estemos unidos en la oración, para todo el pueblo de Hinojosa unos días de gracia y de bendición del Señor, de crecimiento en la fe y en ese amor que es el fruto, siempre, de la presencia de Cristo en medio de nosotros.


Homilía:

Queridos sacerdotes, y queridos hermanos y amigos:

Casi lo que quisiera decir en esta en esta mañana, en esta eucaristía, con la que se inicia en el arciprestazgo de Hinojosa la visita pastoral, coincide con lo que el Señor decía en el Evangelio, con ese grito de júbilo que es lo que son las Bienaventuranzas.
No penséis que las Bienaventuranzas son reglas de cómo hemos de comportarnos. Claro que, a veces, sí las hay en el Evangelio. Por ejemplo, cuando el  Señor nos dice que si te piden que acompañes a alguien una milla, que le acompañes dos; o si alguien te ofende y te da una bofetada en una mejilla, pon la otra. El Evangelio tiene indicaciones de ese tipo, pero eso no es el corazón del Evangelio. El corazón del Evangelio es el anuncio que hace Jesús de que el Reino de Dios ha llegado. Es el anuncio de que Dios en su propia persona, en Jesucristo, se ha implicado de tal manera con nuestro destino, con el drama de nuestra vida, que podemos empezar a participar de la vida misma de Dios. Dios se ha unido a nosotros.

Por eso el Señor enseña a los suyos a rezar el Padre Nuestro, es decir, a dirigirse a Dios con la misma libertad que Él. Pensad que, en el mundo en el que vivía  Jesús, pronunciar el nombre de Dios, podía ser considerado una blasfemia. Tan grande era el respeto que les inspiraba su Nombre. Y Jesús enseña a los suyos a decir: “Mirad, Dios está tan cerca de nosotros; que nos podemos dirigir a Él con la misma confianza que un niño pequeño se dirige a su padre”. Habéis oído alguna vez en las lecturas de la Escritura ese término “abba”, con el que Jesús llamaba a su Padre. Es el mismo término que los niños pequeños usaban en tiempo de Jesús para dirigirse a sus padres.

Por lo  tanto, lo que Jesús anuncia no es un una serie de reglas a cumplir, es una buena noticia, una alegría en medio de nuestra vida. Y esa buena noticia consiste en que nuestra vida no es indiferente para Dios, en que Dios nos quiere como un padre quiere a sus hijos pequeños. Cristo nos anuncia que Dios está cerca de nosotros, y que, por lo tanto, nuestra vida le importa infinitamente. Ese mensaje con el que Jesús anuncia, una y otra vez, esa cercanía de Dios, y que luego se traduce en el perdón de los pecados, o en las curaciones que Jesús hace, alcanza su expresión plena cuando el mismo Hijo de Dios derrama su sangre por nosotros.

Y nos descubre así hasta qué punto Dios nos ama, hasta qué punto vale la vida de cada hombre y de cada mujer de este mundo. Cada hombre tiene una grandeza infinita, no por el criterio que los hombres tenemos, como el dinero o las cualidades que posee. ¡No!, a la luz de Jesucristo cada persona, por ser persona, por haber sido creada por Dios, tiene un valor infinito, porque vale la sangre del Hijo de Dios. Por eso en la cruz de Jesucristo, el abrazo de Dios al hombre en toda su miseria no tiene límites ni fronteras. Dios abraza allí toda la miseria humana, todo el mal del mundo. Dios hace suyo ese mal, de tal manera que, quien conoce a Jesucristo, quien le ha encontrado en la vida, tiene la experiencia de ese amor y puede dar noticia de él. Quien encuentra a Cristo sabe que en la vida ha sucedido algo muy grande, tan grande que la llena de contenido.

Y eso de alguna manera es lo que expresan ese grito de gozo que son la Bienaventuranzas, y especialmente en la versión del Evangelio de San Lucas. San Mateo, que probablemente las usa para una catequesis, pone ya algo que las moraliza un poco. “Dichos los pobres de espíritu”, como si eso fuera una virtud que uno tuviera que conseguir; o “dichosos los pacíficos”, como para decir que hay que trabajar por ser pacífico para tener esa dicha. Sin embargo en San Lucas están, con toda garantía, como el Señor las dijo. No hay nada moral, simplemente un grito de júbilo.

Pongo el ejemplo más sencillo: “dichosos vosotros los que lloráis porque reiréis”. ¿Qué persona no puede reconocerse en ese “vosotros los que lloráis”? Desde que nacen los niños, en cuanto les falta cualquier cosa lloran. Los adultos, a veces, nos cubrimos como con una especie de máscara, pero cuántas veces nuestro corazón llora. En la obra de teatro de Albert Camus, “Calígula”, en momento determinado está el protagonista con su amante en su palacio, y ella le dice: “Calígula, ¿por qué lloras?, ¿lloras acaso por amor, por una mujer?”. Y él responde: “Sonia, no entiendes nada, los hombres no lloran por esas cosas, los hombres lloran porque las cosas no son como quisieran que fuesen”. Es una expresión muy certera del sufrimiento humano. ¡Cuántas veces lloramos porque las cosas no son como querríamos que fuesen! Porque la vida, el matrimonio, o el trabajo no han sido como esperábamos que fueran. O porque la vida, que todos esperábamos que fuera una cosa llena de alegría, de gozo, de amor, uno percibe que está llena de desamor muchas veces, porque uno ve que la alegría es un bien escasísimo que no se puede comprar, donde no hay fabrica donde la hagan, y el corazón llora. Luego nos ponemos guapos para salir a la calle, como si todos fuéramos muy felices. Pero ¿qué ser humano hay cuyo corazón no llore, que no pueda reconocerse en un ser que llora?

Es a nosotros a quienes dirige Jesús: “dichosos vosotros”. Y uno puede decir: “dichosos, ¿por qué?, ¿por llorar?”. ¡Evidentemente no! Dichosos porque en ese llanto nuestro,  cuando Jesús está presente, nos da su gracia y su misericordia se nos da y la vida cambia. No porque cambien las circunstancias, ni porque las cosas que estaban mal de repente vayan y se arreglen, sino porque uno tiene una roca sobre la que construir su vida, que nadie puede destruir.

Eso es lo que nos decía la primera lectura: “maldito el hombre que confía en otro hombre”, o que pone su esperanza en las cosas de este mundo, “porque será como un cardo en la estepa”, es decir, estéril, seco en cuanto llega el primer viento. Mientras que quien pone su confianza en el Señor, quien sabe que el garante de nuestra vida, de nuestra felicidad, es Jesucristo, lo agitarán los vientos, vendrán las tempestades, no se librará de enfermedades, de disgustos, del mal de su propio temperamento, que quizá es lo que le hace sufrir. Porque no os creáis que el disgusto y el llanto vienen por cosas que nos hacen los demás. Muchas veces vienen porque no estamos a gusto con  cómo somos, o porque quisiéramos que las cosas fueran de otra manera. Pero la primera cosa que quisiéramos que fuera distinta somos nosotros mismos, y no somos capaces de cambiarnos. Yo puedo ser un desastre, no haber conseguido nada en la vida, pero hay un amor que no me faltará nunca, que incluso haga lo que haga en la vida, no dejará de amarme. Quien en medio de esa condición humana, que es así para todos, puede construir su vida y su esperanza sobre eso, está construyendo sobre roca, y esa roca es Cristo, es el amor de Jesucristo.

¿En qué podemos poner nuestra esperanza? ¿En la juventud? Bendita juventud, pero pasa. Y cuando pasa, ¿qué hace uno?, ¿desesperarse?, ¿tratar de disimular que pasa hasta que ya no se pueda disimular nada? Y luego ¿qué?

 ¿En los bienes de este mundo? A veces, dice uno: “tratar de acumular bienes para dárselos a mis hijos”. ¡Nobilísimo y grandísimo! Y cuántas veces ve uno historias de familias donde los padres se mataron para que sus hijos tuvieran unos bienes, y luego éstos los dilapidan.

¿En el cariño de las personas? Y el cariño de las personas a veces dura. Pero aunque durase toda la vida, y fuese el cariño más grande del mundo, algún día la muerte va hacer que la presencia física humana de ese cariño desaparezca. Ese cariño, por más verdadero y grande que haya sido, no te va a dar la vida, un día te faltará, no te puede salvar, aunque sea lo más grande que hay en el mundo, porque es lo que más se parece a Dios. El amor de un hombre y una mujer, cuando ese amor es verdadero y grande, o si queréis el amor de los padres a los hijos, es lo que más se parece a Dios. El amor humano, y, sobre todo, el amor de los esposos, es un regalo inmenso de Dios. Y,  sin embargo, hasta ese cariño lo va ha romper la muerte.

O podemos apoyarnos en algo más grande que eso, y que llene de  contenido nuestra vida, o al final la vida es una desgracia, porque por muy bella que sea, cuanto más bella, más costará desprenderse de ella. Y además muchas veces no es bella, está carga de dolor, de fatiga, de mentira.

En medio de todo eso suena  esa voz: “dichosos vosotros, aunque lloréis”. Porque si reconocéis a Cristo, si lo acogéis en vuestra vida, reiréis, y no sólo en la vida eterna, en el otro mundo, sino ya en esta vida. La vida empieza a ser otra cosa para quien encuentra de verdad a Jesucristo, porque está construida sobre esa roca firme.

Las personas mayores seguro que tenéis experiencia de la visita pastoral de hace años. Por supuesto la visita pastoral no es para pasear al obispo, y menos vestido de colorines. Entonces, ¿qué es?

Un pensamiento que me acompañaba estos días deseando encontrarme con vosotros, era la respuesta de Juan y Pedro, cuando un día, al salir del templo en la oración, se encuentran con aquel hombre que estaba pidiendo a la puerta, y le dice Pedro: “mira, no tengo ni oro, ni plata, pero tengo a Jesucristo, en el nombre de Jesucristo levántate y anda”. Yo no tengo nada que daros, ni que ofreceros, más que mi vida. Pero mi vida vale, no porque sea mía, sino porque Cristo está en ella. Porque a través de la sucesión apostólica el poder de Cristo ha llegado a mí, en medio de mi fragilidad que de verdad que no se distingue en nada de ninguna de vuestras fragilidades. En medio de esa fragilidad el Señor ha comunicado a sus apóstoles, y a través de sus apóstoles, de generación en generación, hasta este pobre hombre, el poder de perdonar los pecados, de hacer presente a Jesucristo, de fortaleceros en la fe, de anunciaros que hay una dicha. Que por mucho llanto que haya en vuestra vida, por mucho pecado, por mucho mal, por muchas heridas, o por mucho resentimiento que haya ido poniendo la vida con los años en vuestro corazón, hay la posibilidad de una dicha cuando uno se abre al amor de Jesucristo. Porque la vida es Jesucristo.

Y Jesucristo no ha venido para que seamos buenos. Entendedme, no es ese el fin. No ha venido para decir: “oye, que tenéis que ser más buenos, y si no sois más buenos... ”, ¡no! Él es la vida, y la vida se nos da, porque sabe que nosotros no podemos alcanzarla.

“Dichosos vosotros los que lloráis, porque reiréis”. Reiréis si acogéis a Cristo en vuestra vida: el llanto se trasforma en gozo, el luto en traje de fiesta, se cumplen las promesas de los profetas, la vida se vuelve un banquete de alegría. Esa alegría no se fabrica a base de cerveza, o de engañarse a uno mismo, o de olvidarse del mal que hay en la vida. Uno puede mirar al mal de frente, porque el mal ha sido arrancado de raíz por Jesucristo, está hueco, y Jesucristo muestra esa vaciedad.

¿Para qué son estos días? Pues, justamente, para recordarnos que la vida es Jesucristo, y que donde esta Él, seremos pobres, y si tenemos defectos, los seguiremos teniendo. Pero seamos quienes seamos, y aunque nuestro corazón esté lleno de dolor y de miseria, si está Jesucristo, algo bueno pasa en la vida, tan grande que uno puede vivir con su pobreza y con alegría. Porque la alegría no tiene que nacer de decir: “yo ya he triunfado, ya he conseguido ser  bueno”. ¡Estábamos apañados!, ¡qué mentira tan grande!, ¡qué esperanza tan falsa! ¿Cuál es la fuente de la alegría verdadera? “Señor, yo soy un pobrecito, pero Tú me quieres, aunque no me quisiera nadie, y me quieres como soy y para siempre. Pase lo que pase en mi vida, Tú no puedes dejar de quererme”. Entonces, a uno le dan ganas de bailar, de saltar de  alegría. Ni siquiera nosotros mismos nos sabemos querer muchas veces, y nos despreciamos por dentro. La alegría y la paz verdaderas nacen de poder decir: “¡Tú me quieres!”, y  experimentarlo.

Para eso es la Visita Pastoral. Otro bien no tengo, ni puedo daros. Pero os aseguro que es el bien más indispensable en la vida, porque la vida misma, cuando falta ese bien, se vacía, se seca, se pone triste. Y cuando ese bien está, cuando Jesucristo está, nosotros seguimos metiendo la pata, y seguimos siendo pobres hombres, pero hay algo nuevo, hay algo grande que llena de energía el corazón, que nos hace posible amar la vida y trabajar con ilusión. ¡Cuántas cosas necesitarían esa energía, esa ilusión por la vida y por el bien! Eso es fruto del encuentro con Jesucristo, porque la vida se hace grande cuando Él está, en cambio la vida se empequeñece cuando Él falta, y nos metemos en nuestros pensamientos, en nuestras cosas, y no sabemos salir. Y al final el mundo es como si fuera un gran hoyo de tristeza, de amargura, y de sufrimiento.

“Dichosos vosotros los que sois pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos”. ¿Qué significa esto? Dichosos vosotros, hombres, que todos sois pobres, que todos lloráis, porque Dios está cerca de vosotros, y sobre Él podéis construir una alegría que no es fabricada, y una esperanza que no defrauda.

En cambio, qué terrible es la vida del hombre al que le falta el bien más grande, más que la salud, el dinero, el amor, porque se puede tener todo eso, y vivir como un desgraciado. El hombre a quien le falta Dios en la vida, que sólo sabe vivir como “Falcon Crest”, está vacío, y al final su corazón es duro. No sé si os acordaréis de la película “Ciudadano Kane”. Aquel hombre que lo consiguió casi todo, menos ser feliz, y al final su vida era una nostalgia inmensa. Creo que ni siquiera sale el nombre de Dios en ella, y a mí me parece el mejor comentario a esa frase del Evangelio: “de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida”, si pierde su alma, su alegría.

Estamos juntos estos días para recordarnos que podemos ser felices, y que podemos anunciar al mundo que se puede ser feliz. De ahí se iluminarán aspectos de la vida concretos en los encuentros que vamos a tener con las personas que queráis, con maestros, con padres de familia, con los padres que estáis preparando a los niños de primera comunión, o con los catequistas. De lo que se trata es de eso mismo, pero en vuestra situación concreta. ¡Dios mío, cuánta luz, cuánta fortaleza necesita uno hoy para educar en este mundo nuestro! ¡Cuánta fortaleza necesitan los padres para dar su vida de la manera adecuada por sus hijos, o para aprender a educarlos, y ayudarlos a que crezcan! Que no es sólo enseñarles matemáticas, o empeñarse en que estudien, porque eso sólo vale cuando hay algo más. ¿Y eso cómo se hace? ¡Cuántas preguntas tenemos ahí! Estos días son para abordar esas cosas, para hablar de vuestros sufrimientos, de vuestras alegrías, o para cantar juntos la alegría de que el Señor está en medio de nosotros.

Vamos a pedirle al Señor de nuevo: “Señor, Tú que has venido para que tengamos vida, y vida abundante, Tú que quieres que nuestra vida esté llena de gozo más que nosotros, Tú que nos quieres a cada uno, bendice este momento  y esta gracia que en estos días nos das, no de que venga el obispo, sino de poder estar juntos. Abre los corazones de todos para que resplandezca tu misericordia y tu amor a la persona humana, por ser persona humana, y no por ser grande o pequeña; que resplandezca ese amor tuyo para que nos dé esperanza, y así podamos comprobar que la Bienaventuranzas son verdad: que uno puede estar lleno de llanto, pero que cuando Cristo toca la vida, ésta se llena de alegría y de gozo verdaderos; no desaparece el motivo del sufrimiento, pero hay una alegría que trasforma ese mismo sufrimiento en otra cosa llena de belleza, dignidad humana y verdad. Señor, danos tu gracia, haznos más patente tu presencia, para que la fe nos sea más fácil, para que el gozo desborde y lo podamos comunicar, sin tener que echar discursos a nadie, que simplemente con vernos la cara puedan descubrir que Tú eres el secreto de nuestra alegría, que Tú eres la vida de los hombres”.

Suplicamos juntos por esto, y el Señor nos lo dará seguro. ¿Os recordáis aquello que dijo Jesús: “cuando dos o más estén reunidos en mi nombre...”? En su nombre estamos reunidos. No habéis venido para ver al obispo, que le tenéis más que visto. No, nos hemos reunido por Jesucristo, y por el interés en nuestra propia vida, en esa alegría y en esa esperanza que necesitamos.

No necesito deciros que podéis ir a aquellos encuentros que os afecten, los que estáis invitados y las personas que quieran ir. Y en estos quince días que vamos a estar por aquí, cuento con vuestra oración, no por mí sólo, ni principalmente, sino por las parroquias, por el pueblo, por las personas, para que el Señor bendiga este momento de gracia. Que una oración común suba al Señor para que todo el bien que Jesucristo quiere traer a nuestras vidas llegue, y produzca un fruto grande de alegría y de esperanza en las familias, en los matrimonios, en los jóvenes.

Creo que terminaremos la visita con la eucaristía de los niños dentro de quince días. Si algunos estuvisteis en la plaza de toros en el Jubileo…, pues igual de bien nos lo vamos a pasar.

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