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Homilía en el XXV Aniversario del Hospital Reina Sofía

Santa Iglesia Catedral de Córdoba

Fecha: 09/07/2001. Publicado en: Boletín Oficial de la Diócesis de Córdoba, VII-IX de 2001. Pág. 65



Es evidente que al final esta es una celebración realmente en familia. Quizás como no sabíamos, imaginábamos una celebración más numerosa, tal vez nos apoyábamos en la comunicación, o que estamos a final de curso, después de la feria, o tal vez los horarios eran demasiado temprano. No, no es que a mí me preocupe lo más mínimo. Basta que una sola persona celebre la Eucaristía de acuerdo con el corazón de Dios, para que el mundo se esté transformando allí. No cuenta en la verdad de las cosas el número, pero así damos gracias para que vosotros, los que habéis venido, no os desaniméis al pensar que los demás, pues no tienen interés, o pensar que estáis solos. Yo creo que ya lo pensáis bastantes veces en vuestro ámbito de trabajo: “¡qué poquitos somos! Vamos contracorriente”. ¡No! Yo sé que hay muchas más personas que participan y viven de la fe, pero contad con que es un sábado, ya es verano, y a lo mejor no se han enterado de la hora, o lo que sea.

Entonces, ¿qué vamos a hacer? Pues, sencillamente vivir muy bien esta Eucaristía. Vivirla haciendo aquello para lo que la habíamos convocado, que es para dar gracias por vuestras vidas: las de médicos, enfermeras, auxiliares de clínica, personal no sanitario del hospital, y por lo que, a lo mejor, nuestras vidas representan para las personas. Dar gracias a Dios por todos los que a lo largo de estos 25 años han puesto su corazón, su trabajo, su ciencia, su saber, su amor, han entregado su vida por los hombres en el hospital. Y son muchas las personas que han dejado allí sus vidas en definitiva, ¿no?

Y esta es la finalidad siempre que los cristianos nos reunimos para dar gracias a Dios, porque como dice el comienzo de la Plegaria Eucarística: “siempre es nuestro deber y nuestra salvación darte gracias en todo lugar”, por el don de la fe. En esa introducción a la Liturgia Eucarística se dice que siempre el verdadero motivo de nuestra acción de gracias es Jesucristo, que está en medio de nosotros; el don que nos ha hecho de su vida, y cómo ese don nos permite vivir. No necesariamente porque seamos más buenos, que no lo somos. ¡No! Estamos hechos de la misma madera que todos los demás seres humanos, pero el conocer a Jesucristo, el amor de Jesucristo y la luz que ese conocimiento de Jesucristo da sobre nuestro destino y el significado de nuestra vida, permite vivir de otra manera, mirar la vida, y sobre todo las personas, de otra manera. Permite vivir de otro modo todo, desde el trabajo hasta las relaciones humanas, la amistad, el matrimonio, la familia, aquello a lo que uno dedica su tiempo, porque Jesucristo ilumina sencillamente el significado de la vida, y sobre todo el valor de la vida humana.

Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad. Es curioso, todas “nuestras oraciones: Padrenuestro, un Ave María, fácilmente, según la costumbre cristiana, las terminamos con un “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. En la Liturgia de las Horas, al final de los salmos, también se dice “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Pues bien, ese “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo” es lo que representa la fiesta de la Santísima Trinidad al final del año cristiano. La fiesta de la Santísima Trinidad en la Liturgia cristiana nace después de haber vivido el gran acontecimiento de la Pascua que se terminaba el Domingo pasado con la fiesta de Pentecostés.

Es curioso, el Santo Padre en el primero de sus escritos magisteriales para toda la Iglesia, definía el cristianismo de una manera un poco sorprendente. Decía: “el profundo estupor ante el valor de la persona humana se llama Evangelio, se llama también cristianismo. Quizás nosotros no estamos acostumbrados a pensar en el cristianismo así, pero es verdad que eso es lo que es; y quizás nos es más fácil verlo a nuestras generaciones, que en cierto modo vivimos en un mundo que en muchos aspectos no es cristiano, que a quienes han vivido toda su vida y toda su cultura dentro del ámbito cristiano. Nosotros hoy podemos darnos más fácilmente cuenta que efectivamente, donde está la presencia de Jesucristo y la comunión de su Iglesia, hay un buen gusto por la vida, un amor a la vida, un amor a la persona. Esto no significa ningún juicio moral sobre las personas que no tienen fe, pero lo cierto es que ese gusto se termina perdiendo socialmente, culturalmente, cuando falta el significado que da Jesucristo en la vida. La persona deja de ser importante, y la vida sigue en una tensión y en una amargura que rara vez se da cuando uno tiene la certeza, el amor de Jesucristo sosteniendo la persona.

Curiosamente, en nuestra historia de la cultura occidental, esta valoración de la persona humana nace justamente de la reflexión sobre Jesucristo y sobre la Trinidad. El concepto de persona no tendría en la cultura occidental la densidad, la hondura, el peso, toda la riqueza que tiene, si no hubiera sido por la fe cristiana. Para el mundo antiguo la palabra persona (cultura griega y otras lenguas antiguas) significaba una máscara, la máscara que se ponían los actores de teatro para actuar en la comedia, o en las tragedias, de tal manera que el concepto de persona no tenía densidad, porque en el fondo era la función que uno representaba en la vida.

En ciertos pensadores de la filosofía moderna la persona vuelve a ser eso mismo, porque la vida es concebida como una especie de función en la que uno representa un papel. Nosotros mismos en esta cultura podemos llegar a olvidarnos de los más hondo de las exigencias de nuestro ser, y a considerar la vida como una serie de papeles que uno va representando. Uno representa el papel de médico, otro el de sacerdote, otro representa el de padre de familia, o el de marido o el de mujer. Y somos más que eso, infinitamente más que eso. Y es ahí donde tiene entrada la reflexión sobre la Trinidad. Diréis: “¿que tiene que ver la Trinidad con eso?”. Si Dios es amor (eso es lo que hemos conocido en Jesucristo), y es una comunión de personas en el amor, resulta que el ser humano, que es imagen de Dios, adquiere esa dimensión infinita que proviene del ser persona en Dios. Y entonces la persona aparece como el término de una creación más, no de una relación funcional, sino de una relación que subsiste por sí misma y es fiel en sí misma.

Es decir, la persona no es nunca un instrumento para otra cosa, ni siquiera para el desarrollo, ni para el progreso. Cada persona es siempre como un absoluto, como un dios, como un dios contingente, como un dios en este mundo, pero como un dios. Y sólo hay un modo justo de tratar a la persona, y es tratarla como en el fondo intuimos la vida que trata de Dios. Me diréis: “¡Eso es muy fuerte!”, pero pensad en vosotros mismos: cuando nosotros pensamos en cómo desearíamos ser tratados, ser amados, ser respetados, cómo deseamos no ser mentidos. Siempre esa exigencia es como una exigencia última que expresa la conciencia más honda de la dignidad, y cómo cuando no somos tratados así, es decir, con un amor incondicional, con una misericordia incondicional, con la verdad, no como instrumento para otra cosa, ni siquiera cuando somos valorados por las cosas que tenemos, eso nos humilla, nos sentimos como maltratados, como un objeto, como algo que se usa para otra cosa, pero no con el respeto, no con ese profundo estupor ante el misterio que cada persona es.

En cualquier otra cultura los hombres viven lo mismo que vivimos nosotros. Su corazón es igual de grande que el nuestro, y tienen las mismas exigencias de amor y de dignidad que nosotros, pero en ninguna otra cultura se articula explícitamente el significado de la persona humana: sus derechos, sus exigencias, su ser, como en la cultura occidental. Y eso se lo debemos a la teología cristiana y a la reflexión sobre el Dios amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo en una comunión, donde lo único que distingue al Padre del Hijo es que el Padre no es Hijo, porque están tan unidos que son la misma cosa y actúan de la misma manera, excepto que el Padre no es Hijo, y el Hijo no es Padre ni Espíritu Santo. Es el tipo de unión a la que aspiran los esposos, por ejemplo, cuando desearían ser una sola cosa y tener un solo corazón; el tipo de unión que desearían los padres con respecto a los hijos, porque todas las formas del amor humano son reflejos, signos, de ese misterio insondable de realidad que es Dios. Es en la hondura de ese misterio donde descubrimos la hondura de nuestra vida, del amor de los esposos, de padres e hijos...

Me diréis: “¿por qué?”. Sé que me he ido un poco lejos, pero en definitiva toda nuestra tarea y toda vuestra vida es cuidar personas. Y yo sé que vivimos en un mundo donde a veces la tecnología nos deslumbra de tal manera, o progresa a tal velocidad, o las necesidades son tan grandes, que uno puede olvidarse, de mil maneras, que quien tiene delante es a una persona como yo, imagen de Dios. Y sólo hay una manera justa de tratar a una persona: respetarla y quererla como uno debería respetar y querer a Dios.

Veneramos las imágenes cuando las sacamos en procesión en Semana Santa; quienes somos cristianos hacemos inclinaciones ante el altar, ante el Sagrario. Ante cada persona humana (y siempre tenemos algún rostro de una persona delante de nosotros), podríamos también reconocer a Dios. Es más, el culto que los cristianos hacemos en la Iglesia, la Eucaristía misma, los Sacramentos, tienen como fin el que podamos vivir eso que el Papa decía que es la esencia del cristianismo: “el estupor ante el misterio, ante la dignidad de cada persona humana. El estupor ante la belleza, la grandeza, la inmensidad de un rostro humano”.

Eso es el cristianismo, eso es la fe. Y eso es lo que yo, como Pastor, os invito a que seáis testigos en vuestro trabajo de cada día. Yo sé que vuestro trabajo puede ser a veces muy duro, y para algunos de los que estáis en la UVI, o en las guardias puede ser a veces muy desgastador. Y eso explica también que, el sábado por la tarde, la gente, si hace buen tiempo, prefiera irse a la sierra, porque a lo mejor lo necesita para estar el lunes como Dios manda. Pero justo porque es así, que lo podáis afrontar con la conciencia que cada uno de vosotros sois portadores de ese amor de Cristo por la persona humana, de ese amor de Dios por la persona humana, y que le pidáis al Señor, no que las cosas os salgan bien, sino sencillamente: “Señor que yo pueda ser un signo de ese amor allí donde estoy, que pueda atender a las personas que se acercan a mí, aunque sólo sea para preguntarme dónde está tal planta, que yo pueda mirarlas como Tú me miras a mí, o como nos miras a cada uno de nosotros. Estoy seguro que a lo mejor muchas personas que no tienen fe pueden vivir esto sin darse cuenta de que lo viven. Repito que no juzgo. Mi única preocupación es que se pierdan la alegría de vivirlo, que se pierdan la alegría de saber por qué merece la pena vivir así, por qué merece la pena amar a cualquier persona, por qué merece la pena respetar al más pequeño, al más pobre de los seres humanos, por qué la vida humana es siempre sagrada.

¿Qué os parece si le pedimos al Señor en esta Eucaristía, quienes estamos aquí (pero no sólo para nosotros, sino para todos los cristianos que viven y trabajan en Reina Sofía, o en el Hospital Provincial, o en los Morales, o en los centros de salud), que el Señor nos enseñase con su amor a mirar a cada persona humana como una imagen viva de Dios, y a reconocer su misterio, y a respetar ese misterio, y a querer el bien de cada uno. Se lo pedimos con esa sencillez, porque yo creo que lo que más necesita nuestra sociedad en general, y la medicina como característica tan especial del progreso humano, es humanidad.

Yo recuerdo de los años que vivía en EE.UU. que algunos médicos me comentaban que su mayor preocupación en esos momentos era justamente que la tecnología dejase en la sombra lo que es la relación humana, lo que es justamente el valor de la persona, la humanidad de la enfermedad, la humanidad de nuestro caminar por la tierra y la humanidad de las relaciones entre el enfermo y quienes le ayudan, o le atienden.

Que el Señor nos dé ese tesoro que es reconocer su amor, de una manera que nos permita ser testigos, fomentadores, puntos de referencia del amor por el hombre, de una pasión infatigable por el hombre, con toda su fragilidad, con todo su mal, con toda su mezquindad también, pero destinado a participar, como cada uno de nosotros, de la vida eterna de Dios. Que el Señor nos conceda esto. Y no como para echarse un trabajo más encima además de las fatigas del trabajo, sino justamente para poder vivir el trabajo de una forma que no destruya; es decir, para poder vivir el trabajo de una forma que no termine volviendo cínicos la mente o el corazón, sino para poder vivirlo con gusto, como un lugar donde uno se realiza, donde uno crece, que uno ama porque le da la oportunidad de ser lo que estamos llamados a ser, y de vivir lo que en el fondo todos deseamos vivir.

Nos unimos todos en esta oración. Todos necesitamos esa súplica, y el Señor la escuchará seguro.


Antes de la Bendición final

Antes, cuando yo he empezado a hablar y en algún momento he hecho referencia en la homilía a que si os sentíais más o menos con poco apoyo, algunas de las caras que yo tenía delante decíais que sí con la cabeza, como si ese sentimiento fuera muy real, ¿no? Y yo me estaba refiriendo al apoyo por parte de la comunidad cristiana en vuestra misión, justamente, de cuidar a los enfermos, como profesionales sanitarios cristianos. Y se me estaba ocurriendo a mí durante el resto de la misa que cómo podríamos hacer para que nos sintiéramos más cerca, es decir, para que vosotros pudierais tener la conciencia de estar más sostenidos. Y se me ocurre que, a lo mejor, a través del Instituto Diocesano de Pastoral, que tiene como misión precisamente unir la fe y los distintos ámbitos de trabajo, podríamos hacer alguna jornada, o algún seminario, donde quienes quisierais pudierais contar vuestras experiencias, donde pudiéramos ayudarnos unos a otros a vivir esa misión que yo trataba de describir torpemente en la homilía, y a poder vivirlo con gusto, con alegría, ¿no?

Y luego se me ocurre que, no un sábado por la tarde, y al margen de los 25 años, pensando mejor la manera de comunicarlo, invitando personalmente a las personas que conocéis, y buscando una hora mejor, nos juntáramos una vez al año para dar gracias a Dios y pedirle que os ayude en vuestra misión. Sería bonito.

Lo que me ha movido es que algunos, cuando decía lo de estáis muy solos, o a veces os sentís que vais contra corriente, asentíais así con la cabeza de una manera muy expresiva. Esto significa que vosotros no debéis sentiros solos. Mi misión es tratar de que ningún cristiano se pueda sentir solo en su misión, en su vida cristiana. Lo entendéis, ¿no?

Pedirle al Señor que atinemos con alguna forma que os venga bien, que os ayude de verdad, y que podamos hacerlo.

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