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El Hombre, un ser herido

V Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B

Fecha: 05/02/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 671



Marcos 1, 29-39 
Al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la tomó de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y poseídos. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar. Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: “Todo el mundo te busca”. Elles respondió: “Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he venido”. Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.



El ministerio público de Jesús, tal y como lo describe S. Marcos (y los demás evangelistas coinciden, aunque no lo sinteticen del mismo modo que el segundo evangelista) se manifiesta fundamentalmente en dos aspectos: uno es el anuncio del Reino -que todas las promesas hechas por Dios a los padres se cumplen en la persona de Jesucristo- y el otro sus "signos", sus acciones poderosas. Ambos aspectos constituyen su "predicación". Por eso el evangelista,  después de haber descrito brevemente el anuncio del Reino y la llamada a los primeros discípulos (Jesús incorpora desde el comienzo a otros hombres a su misión, y hace partícipes a otros muchos - hombres y mujeres - de su compañía: la vida en comunidad forma parte de la vida nueva del Reino que Él trae para todos), narra la liberación de un hombre atormentado por "un espíritu inmundo", y otras curaciones, y luego el evangelista reseña el comentario de Jesús: "Vámonos a otra parte ... para predicar también allí; que para eso he salido”. Jesús entiende, por tanto, que sus curaciones forman parte también de su predicación. La llegada del Reino de Dios se pone de manifiesto en los “signos”, en la autoridad que tiene sobre el mal de los hombres, en la capacidad de devolver a las personas a sí mismas y a Dios, o lo que es lo mismo, de suscitar en ellas una libertad tal, que pueden dar la vida, que pueden dejarlo todo para seguirle, y que siguiéndole, no se pierden, sino que se encuentran a sí mismos, que su humanidad crece.

Un aspecto de esa predicación del Reino especialmente importante, absolutamente central, aunque esta síntesis del comienzo del evangelio de S. Marcos no lo subraya especialmente, lo constituye el perdón de los pecados. Aparecerá muy claramente dentro de unos domingos, aparece en muchísimos lugares de los evangelios, y es cierto que fue uno de los aspectos más escandalosos del ministerio de Jesús, y sin duda una de las causas de su condena a muerte. El escándalo estaba, no en que Jesús anunciase “en abstracto” la misericordia de Dios o la penitencia, sino  en que de un modo absolutamente personal perdonaba los pecados, incluyendo en ese perdón a personas a las que el judaísmo normativo de su tiempo no se lo concedería jamás: esos son los que el evangelio llama “pecadores”, como Zaqueo, o como Mateo el publicano, o la “mujer  pecadora” de Lc 7, o tantos otros, descritos en la parábola del hijo pródigo.

Subrayo este aspecto del don del perdón como parte de la “predicación” de Jesús, porque es esencial a la comprensión del Reino de Dios: sin él, el anuncio del Reino se vuelve abstracto, ideológico, utópico. Jesús no anunciaba el Reino como un Paraíso futuro, y menos uno que fuese resultado de los esfuerzos del hombre, sino como un don presente para quien acogía su persona, su palabra y sus obras, con fe. “Yo he visto a Satán caer del cielo como un rayo” (Lc 10, 18). Cristo nos libera del poder de Satán. La miseria más grande, la herida más honda del hombre es su pecado, y las terribles consecuencias (hablo de esta vida) de su pecado, que le envenenan, que llenan la vida de amargura y desesperanza.  Y no sólo, como una cierta retórica quisiera hacernos creer, para quienes han sido educados en la fe, y han aprendido que el pecado es malo: hoy es cada vez más evidente que es al revés, que la fe ayuda a que se pueda mantener el gusto por la vida, y que el desamor a la vida, la vida como carga insoportable, es con demasiada frecuencia el patrimonio de quienes no tienen ese don precioso que es la comunión de la Iglesia. 

Subrayo este aspecto de la predicación del Reino que es el don del perdón también porque ese aspecto pone aún más de manifiesto la unidad de la predicación de Jesús, de su entero ministerio: el perdón de los pecados no es apenas diferente de sus curaciones, y eso, por lo menos, en dos sentidos: en que una y otra cosa sólo pueden ser obra de Dios; y en que una y otra cosa suponen, más o  menos explícitamente, que el hombre es un ser herido, enfermo. Un ser que necesita ser curado. Y la “medicina de vida”, como decían a veces los antiguos cristianos, se llama Jesucristo. El amor infinito de Dios que se nos da en Jesucristo.

El hombre es un enfermo. Esto es verdad. Pero el cristianismo no consiste en recordarnos esta verdad, sino en ofrecernos la medicina de vida, el Amor que cura, que nos libera del poder de la muerte y  nos introduce en la vida eterna. En Dios.  Esa es la plenitud posible, al alcance de la mano, sí, para nosotros hoy, viviendo la vida de la Iglesia, acogiendo a Cristo.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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