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De dos en dos (o el método de la fe)

Domingo XV T.O. · Ciclo B

Fecha: 16/07/2006. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 695



Marcos 6,7-13 Llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. Y añadió: “Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa”. Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban.


La explicación más útil que yo he oído de este pasaje del Evangelio se la oí a un monje copto. Estaba yo visitando el Egipto cristiano, a golpe de mochila y con un grupo de jóvenes, allá por el año 86. En uno de los monasterios (no recuerdo si era  en uno de los que constituyeron la antigua Scetis, donde se compusieron la mayor parte de los apotermas de los “Padres” del desierto, o en uno de los monasterios junto al Mar rojo),  estaban representados, en un iconostasio, los setenta y dos discípulos . El monje que nos estaba explicando la iglesia nos preguntó: “¿Sabéis alguno por qué el Señor  envió a los discípulos de dos en dos?” Hubo un silencio. El monje esperó un poco, luego, al ver que no contestábamos, dijo: “Muy sencillo. Porque para dar testimonio de Cristo hacen falta, por lo menos, dos. Porque lo que da testimonio de Cristo es la caridad divina, la unidad. Y eso necesita siempre por lo menos de dos”.

En efecto, si el testimonio lo da solo uno, ese testimonio puede ser siempre malentendido . Es muy fácil que se convierta en un “testimonio” (o que sea entendido como un testimonio) de las cualidades que uno tiene, de lo bueno que uno que es. Ese peligro es particularmente agudo en una sociedad secularizada como la nuestra, donde el individualismo radical ha sido consagrado como el presupuesto de toda existencia humana, y donde la experiencia cristiana ha sido sustituida por un moralismo vago y voluntarista. Incluso si se entiende el testimonio en su sentido recto, no como “dar ejemplo” de lo bueno que uno es, sino como contar algo que ha sucedido y que uno ha visto, el testimonio “individual” no basta. Porque uno puede testimoniar, incluso, que la propia vida ha cambiado en el encuentro con  Cristo. Pero, aparte de que siempre cabe la sospecha de la alucinación, no hay testimonio completo de Cristo si no hay referencia a la Iglesia, a una comunidad visible y siempre abierta, en la que es posible verificar que Cristo vive hoy, y vive para todos; que la presencia de Cristo en nosotros es una realidad experimentable en la propia vida; y que ese cambio –fundamentalmente, el paso al amor a la vida, a la alegría verdadera– es posible para todos si se acoge la fe y se participa en la comunión de la Iglesia, que es la comunión del Espíritu Santo, por la que Dios nos hace “hijos en el Hijo”, y nos introduce ya aquí, ya en esta vida, en la Vida de Dios.

El Señor puso, descaradamente, la comunión como condición de la fe en la llamada “oración sacerdotal” de la Última Cena. “No te pido solo por ellos [por los Apóstoles], sino también por los que crean en mí por su palabra. Que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en Mí y yo en Ti,  que ellos sean uno en nosotros,  para que el mundo crea que Tú me has enviado” (Jn 17, 20-21). El amor y la vida comunitaria de los primeros cristianos fue el verdadero motor de la evangelización en los primeros tiempos de la Iglesia. Y esto no es fruto de un capricho arbitrario del Señor. Es que solo una vida en comunión es una vida cumplida, porque la comunión (la capacidad de comunión y la vocación a la comunión) pertenecen a la verdad originaria de la persona como persona, no son algo “añadido” a una realidad que ya estaría suficientemente bien descrita y definida como “ser racional individual”, al menos tal y como esa definición la entendemos en nuestro contexto cultural. En cuanto imagen del Dios verdadero, que en Jesucristo  se nos ha revelado como “Amor”, como comunión personal  y don de Sí, la comunión pertenece a la esencia misma de lo humano. Al igual que la división, desde el origen, es siempre diabólica. La comunión, además, es  “el signo” por excelencia que da lugar a la fe porque una vida humana “cumplida” en el don de sí  es siempre un milagro.

La segunda parte del pasaje de Evangelio de hoy, la que describe cómo han de ir los discípulos a realizar su misión, enseña muchas más cosas, que no me da tiempo a tratar.  A pesar de las imágenes, no trata propiamente de la pobreza, que en el Evangelio solo es algo positivo en función de un bien más grande,  sino de la urgencia de la misión. Una iglesia que vive la urgencia de la misión será siempre una Iglesia de hombres pobres (y felices), porque  cuando la misión es el centro de la tarea de la vida no queda tiempo para distraerse, para detenerse en nada que no sea comunicar a Jesucristo, Vida de nuestra vida.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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