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Tres negaciones, tres confesiones

Domingo III de Pascua · Ciclo C

Fecha: 22/04/2007. Publicado en: Semanario diocesano de Granada y Guadix, Fiesta 730



Jn 21, 1-19: Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades. Y se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestaban: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no pescaron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?» Ellos contestaron: «No». El les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed los peces que acabáis de pescar». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Ésta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos. Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?» El le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?» El le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». El le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?» Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez si lo quería y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas. Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme».



Es tan obvio, que casi da vergüenza repetirlo. La tradición entera ha subrayado el detalle, y lo ha hecho con páginas magníficas, por ejemplo, de San Agustín. San Pedro había negado al Señor tres veces, la noche del Jueves Santo, allí, en el patio de la casa del Sumo Sacerdote. Nunca se le olvidaría la cara, mitad burlona, mitad provocadora, de la criada aquella que le notó su acento de Galilea. Nunca se le olvidaría, sobre todo, la mirada de Jesús, hecha de un dolor y una ternura inefables, y el canto horrible de aquel gallo, y su llanto, aquel llanto que no acababa, que se llevaba consigo tu alma, tus entrañas, tu corazón... Tú sabes que cuando dijiste: “Señor, yo daré mi vida por ti”, lo decías de verdad, ¡era sincero! ¡Podrías jurarlo por lo más sagrado! No era una fanfarronada, en absoluto. El Señor, por quien tú lo habías dejado todo, tu trabajo en Cafarnaún, tus redes, esas buenas y sólidas redes, ya viejas, tantas veces repasadas, que habían fabricado en Tiro, y que tu familia trajo de allí en un viaje de varios días; tu mujer y tu familia, tus amigos, con los que solías beber el áspero vino de Galilea después de una buena pesca. Sí, el Señor era lo más querido en tu vida. Nunca nadie te había hecho sentir tu vida como algo tan grande, como un don tan precioso en tus propias manos. Nunca nadie te había permitido ser tú de esa manera, y mirar a los demás y a todo, pasado y futuro, con ese afecto y esa gratitud tan nuevos, tan permanentes, tan inexplicables para un tipo franco y rudo como tú. Era evidentemente un hombre: jadeaba, sudaba, se cansaba, tú le habías visto llorar varias veces. Tú habías estado con Él en Getsemaní, y habías visto, medio despierto y medio dormido, aquellos goterones que coronaban su frente, mitad sudor y mitad sangre... Y, sin embargo, sólo había una manera de describir lo que significaba estar a su lado: era lo mismo que estar junto a Dios. Era saberse hijo de Dios de una forma absolutamente nueva, porque era como participar de esa relación única —absolutamente única—, que Él tenía con Aquél a quien llamaba “su Padre”. Participar de esa relación, y de su Espíritu, y de su misión... Sus palabras eran palabras de vida eterna, y caminar en su compañía era la vida eterna misma, en medio de este mundo y de sus miserias.

Pero ahora todo eso se había roto. ¿Fue tu cobardía, tu miedo a ser apresado y a la muerte, o fue tu orgullo, o fue el deseo de ver si había algún resquicio para enterarse de cómo iban las cosas, por si se podía hacer algo? ¿O todo un poco? El caso es que lo habías negado, que te habías situado ante su pasión como un mero espectador, como si aquello no tuviera que ver contigo, como si “Él” no tuviera que ver contigo. Era mentira, la mayor mentira de tu vida, pero aquello ya no tenía arreglo, había sucedido, lo que habías roto estaba roto para siempre. El hecho mismo de que hubiera resucitado, ese hecho inaudito, inimaginable, te daba la alegría de su victoria sobre la muerte, la certeza acerca del significado de su persona, y con ese significado, también el de la vida y la muerte, también el de todas las cosas. Pero eso no hacía sino más agudo tu dolor. Como si hubieras destruido lo más precioso que había en tu vida, como si hubieras matado a quien más querías, como si hubieras roto el don más grande que te habían hecho nunca, más grande que la misma vida.

Y ahora Él te pregunta. Te pregunta si le quieres. Va derecho a la herida. Por tres veces también. “Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te quiero”. Y el Señor te confirmó en su amor, y en tu misión, sin la menor vacilación, sin sombra de temor. Junto a la oración del publicano de la parábola, y a la súplica del buen ladrón en la cruz, y al “hágase” de la Virgen, esta declaración de Pedro, el amigo que había negado a su amigo, es una de las frases más grandes dichas jamás por un hombre. En todos estos casos, esa grandeza es una grandeza salvadora. Son palabras en las que, dichas con verdad, se cumple aquello para lo que estamos hechos. Que nos sea dado decirlas a todos. Que nos sea dado decirlas siempre. Y con ellas, que nos sea dado siempre recomenzar de nuevo, nacer de nuevo.


† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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