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Festividad de la Virgen del Pilar

Capilla Real de Granada

Fecha: 12/10/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 154



Queridos Capellanes Reales,
Capitulares del Cabildo Catedral,
muy querido D. Juan, Concejal de Cultura que ha querido acompañarnos en este día,
y queridos hermanos y amigos,

Yo os confieso que ver este panorama aquí me da una profunda tristeza, y me hace preguntarme qué nos pasa, dónde estamos.
 
Celebramos la Patrona de la Hispanidad, una de las fiestas grandes de la memoria popular de la fe católica en España. Y en un lugar como éste, la Capilla Real de Granada, mientras mil negocios de baratijas invaden el centro de la ciudad, la celebración de la Eucaristía está poco menos que desierta. Y el hecho de que haya tantos sacerdotes y que no haya pueblo, demuestra que algo muy grave nos pasa: o en la de comunicación nuestra de lo que significa la fe y del valor de la fe, de las consecuencias humanas, sociales, culturales y políticas que tiene el hecho de la fe cristiana en el contexto del mundo en el que estamos, o quizá una cierta dejadez. Pero no debiéramos lamentarnos por las cosas que pasan, o no tenemos derecho a lamentarnos, cuando nosotros somos como espectadores de la Historia y nos limitamos a constatar lo que pasa y a decir si nos gusta o no nos gusta, y no a contribuir a que las cosas sean de otra manera. Y esto, en un momento como en el que estamos, en el que España se rompe, en el que la fe católica es uno de los poquísimos, quizá el único factor que une a los españoles, que une a tantísimos españoles, en un momento en el que, sin haber una persecución explícita y clara (en la Europa occidental de hoy probablemente no podría haberla), se ponen toda clase de dificultades al ejercicio libre y pleno de la fe católica en ámbitos esenciales para la vida de la iglesia. La Iglesia no es, como los cultos paganos, una serie de ritos que se hacen en los templos y, como en el fondo nadie cree en ellos, quedan como residuos folklóricos de un pasado más o menos glorioso culturalmente. La Iglesia es una propuesta de vida en el que, por ejemplo, un factor como el de la educación es verdaderamente esencial al hecho de la fe cristiana. Los cristianos educan hasta en los campos de concentración, con el testimonio de su vida, y por la pasión en comunicar el bien que supone la fe. Y da la impresión de que estamos dormidos, o drogados, o qué sé yo qué. Resulta incomprensible.
 
Tal vez eso hace más necesaria la oración de esta mañana, y la súplica. Tal vez eso nos haga más conscientes del momento en que vivimos a quienes estamos aquí. Tal vez eso nos despierte. Recuerdo, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud en Manila, en Filipinas, la experiencia de un taxista que tuvo que acompañarnos a un sacerdote y a mí durante horas, y al final dijo (no me había pasado nunca, ni en la católica España; y no es que pretenda que eso pase): “Nosotros debemos a España la única riqueza que tenemos, la más grande de todas, que es nuestra fe y, si usted me permite, como es la cuestión de agradecimiento a aquella fe que ustedes nos trajeron desde siglos, yo hoy no le voy a cobrar el taxi”. En la misma Manila, desde hace cerca de quince años, todas las iglesias del centro están abiertas las 24 horas del día, porque 24 horas al día hay fieles que adoran al Santísimo Sacramento; y en los aeropuertos, y en los centros comerciales, a las doce se cierra para celebrar la Eucaristía. Y las islas Filipinas están llenando de familias misioneras (muchas veces emigrantes) las costas del sur de Asia. Y eso es porque, en momento, cuando las islas se descubrieron, los dominicos hicieron una llamada de las mejores vocaciones que tenían para ir a Filipinas: licenciados por Salamanca, Alcalá, por las mejores universidades que tenía España por entonces. Aquellos jóvenes, recién graduados, sabían que tenían el 80-90% de posibilidades de no llegar a Filipinas, y llenaron un barco en apenas unos meses. Murieron todos en el camino. Se llenó otro barco. Murieron todos en el camino. Sólo un tercer barco llegó, la mitad enfermos, y la otra mitad murieron mártires. Sobre una fe así de grande está construida una relación entre culturas, hoy que se habla tanto de multiculturalidad, y probablemente la más bella identificable en la Historia. Sin duda que ha habido abusos (¡claro que los ha habido!), y explotación (los hubo aquí en Granada, y los hay casi siempre), pero esos abusos y esa explotación estaban siempre moderados por un freno permanente y una acusación permanente por parte de la fe católica. Si uno compara las relaciones entre españoles y América Latina y el norte de América, por ejemplo, son completamente diferentes en el afecto con esos pueblos, en la comunicación de lo mejor que teníamos. Hoy la mitad de la Iglesia católica habla el español, reza en español.
 
Habría que hacerse la pregunta que Juan Pablo II le hacía a Francia en su viaje: “Y nosotros, ¿qué hemos hecho con nuestro bautismo? ¿Dónde está nuestro afecto por la fe? ¿Dónde está nuestra pasión misionera hoy, en un mundo que la necesita?”. No penséis que los hombres de hoy no tienen necesidad de la fe. Son los centros de poder los que atacan a la Iglesia, a los que no les interesa la Iglesia porque la Iglesia genera hombres libres, capaces de resistir al poder, capaces de relaciones estables que no dependen del orden político o de ningún otro tipo de poder. Familias sólidas, hijos de Dios, conscientes de una herencia de alcurnia que no la dan los títulos de este mundo, porque la dan la herencia y la vocación a la que hemos sido llamados. No son los hombres y las mujeres reales los atacan a la Iglesia. Los hombres y las mujeres reales, cada vez más rotos por una cultura alejada de sus raíces en las claves humanísticas que nacen del Cristianismo, viven una vida cada vez más destruida, y basta abrir los ojos en el centro de Granada para ver esa destrucción de la juventud. Se intenta paliar el efecto del botellón con la excusa de que si ensucian las calles y es muy costoso limpiarlas. ¿Y no hay valor para decir que estamos envenenando a una juventud entera? Estamos dejando que se la envenene, y que sinvergüenzas que viven de la industria de ese envenenamiento se enriquezcan a costa de nuestros hijos, de nuestros jóvenes, a unos niveles que rozan el genocidio. Silencio. Viva la anarquía.
 
Tenemos que dar gracias por nuestra fe, pero, ¿es preciso que descubramos el valor de la fe para que podamos dar gracias por ello, para que no nos avergoncemos de una herencia que hemos recibido que es, no sólo en lo que en el ámbito de la modernidad se suele llamar lo estrictamente religioso, sino en el ámbito de su proyección humana, de su capacidad de generar humanidad verdadera y que es lo más bello que ha existido en la Historia? ¿Vamos a avergonzarnos de ello? ¿Vamos a seguir avergonzándonos de ello, escondiéndonos, pidiendo perdón casi por ser cristianos, haciendo como el avestruz cada vez que hay una dificultad? Que el Señor tenga piedad de nosotros. El Señor, que tanto ha amado a este pueblo, que le ha dado una fecundidad histórica sin parangón, que ha generado figuras de una belleza enorme. Y cuando digo figuras, no me refiero sólo a las grandes figuras históricas, porque a veces son solamente la punta de un iceberg de un pueblo admirable, de madres de familia, de jóvenes, de pastores, de hombres de Dios desbordantes de amor al hombre, precisamente porque eran hombres de Dios.
 
Y pensaba haber dicho que, de toda esta historia y de toda esta belleza, la clave es la figura de la Virgen, y que un don especial que el Señor nos ha hecho a los españoles es ese amor a la Virgen. Porque la figura de la Virgen contiene toda una antropología: toda la antropología cristiana ya realizada, no como utopía sino como gracia, está realizada en Ella. El amor a la Virgen, cuando no es una cosa sentimental, folklórica o piadosa, sino anclado en el corazón del misterio redentor, es la clave de un humanismo siempre nuevo, siempre fresco, absolutamente imprescindible para una humanidad verdadera. La única clave desde la que es posible construir una humanidad verdadera, donde el anhelo de los hombres de ser como Dios, que está inscrito en nuestro corazón desde el principio de la Historia, no es fruto de los proyectos y de las obras del hombre en plan prometéico, sino fruto de acoger con sencillez el designio de Dios. Y de ahí brota una humanidad nueva. ¿Quién podía pensar que aquella muchacha de Nazaret podría ser lo que es 2000 años después, cuando las primeras generaciones cantaban el Magníficat? “Bienaventurada me llamarán todas las generaciones”. ¿Quién podría imaginar que hoy en Australia, en Alaska, en Johannesburgo, en Manila, en España o en Togo los hombres celebrasen a aquella muchacha de aquel pueblo que había realizado la humanidad cumplida y acabadamente porque le había dicho sí a Dios? Y sin embargo es así. Es así porque es cierto que, cuando la vida se abre a Dios, la vida se hace fecunda. Y es cierto que, cuando tratamos de hacernos dioses nosotros, la vida se muere, nos morimos, nos secamos por dentro de amargura, de desesperanza; a veces de saciedad de bienes de este mundo, pero de vacío espiritual.
 
Virgen del Pilar, intercede por nosotros, intercede por nuestro pueblo. Intercede por nuestra Iglesia, despiértanos a la misión, a la pasión misionera. Despiértanos a convocar de nuevo a los hombres a la verdad, a la belleza y el bien, en este mundo de vacío, en este imperio de lo efímero, como lo llamaba un pensador. A llevar de nuevo a los hombres a la redención de Cristo, a la alegría de saberse hijos de Dios, a la experiencia de una misericordia sin límites. Madre de Dios, querida Virgen del Pilar, intercede por nosotros.

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